Esta historia dura
bastantes años, sucede en varios países, pero se cuenta en veinticinco minutos,
el tiempo de la comunicación en la cárcel, con mi padre. Es sábado, y hace
frío. Es febrero, días después del día de los enamorados. Acabo de bajar del
taxi y en la calle, en la avenida de América, la calle que baja desde el
cementerio hacia la ciudad, también hace frío. En el locutorio, donde
mantenemos la comunicación, está mi padre, dentro, y estoy yo, fuera.
[…]
Mi hermano vive en
Ciudad de México. Mi padre fue luchador en México. Luchador de lucha libre.
Había hecho combates en España; era fuerte, joven, y un promotor le dijo que
donde se movía dinero era en México. Allí, los luchadores son gente popular,
ganan dinero, hacen cine. Incluso, si las cosas van muy bien, pueden trabajar
en Estados Unidos, donde hay más dinero, mucho más dinero. Mi padre no tenía
nada que perder y mucho por ganar. Mi padre se fue a México con mi madre y mi
hermano.
Yo nací en Ciudad de
México. Mi hermano tenía siete años cuando llegó a México, y aquello le pareció
como el infierno, pero luego, cuando las cosas se torcieron, no quiso regresar.
“Nos acostumbramos a
todo”, solía decir mi hermano, “no se está tan mal en el infierno”, decía
después.
[Del relato “Después del día de los enamorados”]
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Te gustaría que ella
desapareciera, no quieres tener una larga escena. No quieres decir que la
quieres mucho, pero que no puedes estar más con ella. No quieres oír: ¿qué te
pasa? No quieres decir que va a ser muy difícil. No te parece difícil. Te
parece difícil pero no es difícil. Lo que pasa es que te cuesta hablarle con la
dureza con la que ella te habla. Deberías dejarla en esta gasolinera.
Simplemente, salir, meterte en el coche y arrancar. Con eso estaría todo dicho.
[Del relato “Cigarrillos”]
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Más de diez veces le
pedí a Natalia que se casara conmigo. Y Natalia me dijo que no quería casarse
conmigo más de diez veces. A Natalia le gustaba que le dijera te quiero. Que le
escribiera te quiero.
A Sonia nunca le
pedí que se casara conmigo porque me parecía que ella no lo deseaba, que esa
pregunta iba a ser como una bala que lo rompiera todo. Sonia detestaba que le
dijera te quiero, y solo lo dije una vez, sin tiempo casi para acabar de
decirlo.
[Del relato “Sonia y Natalia”]
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No pude ver a Paul
Bowles en Tánger, pese a que lo intenté. El guía oficial del Hotel Minzah,
donde se había hospedado hasta su muerte Jean Genet, me dijo, como si se
tratara de un íntimo amigo, que Paul Bowles estaba muy enfermo, que necesitaba
descansar y que no me recibiría. A cambio, como si entendiera que formaban parte
del mismo recorrido turístico literario, me llevó al bar americano donde solía
estar Mohamed Chukri, el Negresco, aunque el guía evidenció que no le gustaba
esa visita: detestaba su forma de vida. Paul Bowles tradujo al inglés varios
libros de Mohamed Chukri, como Jean
Genet en Tánger, en el que inventa
un nuevo género literario, la persecución, pero sus relaciones fueron siempre
tensas. Mohamed Chukri no estaba en el Negresco y el camarero se encogió de
hombros cuando el guía preguntó por él. ¿Qué esperaba de ese encuentro con Paul
Bowles? Quizá que me bendijera, como hacen los sacerdotes católicos con los
animales domésticos el día de San Antón.
[Del relato “El hombre invisible y el zoo de los Bowles”]
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No vi locos hasta
veinte años después, todavía en el siglo pasado, en el manicomio de Mondragón,
adonde fuimos con un equipo de televisión para grabar una entrevista a Leopoldo
María Panero: cientos de locos que caminaban por un patio no muy grande y
atestado, locos con la mirada perdida, desaseados, todos hombres, alcohólicos,
solteros, según me dijeron, vestidos con trajes oscuros y que se acercaban a
tocarme para comprobar que no era una imagen que existiera solamente en su
cabeza y que al comprobarlo se quedaban durante un instante a mi lado esperando
algo que yo ignoraba y al no obtenerlo volvían a caminar recuperando la
dirección trazada con anterioridad.
[Del relato “Verano del 75”]