viernes, septiembre 21, 2012

El emperador de todos los males. Una biografía del cáncer, de Siddhartha Mukherjee



Este es uno de los libros que leí el verano pasado. Lo compré en cuanto salió a la venta, pero quedó atrapado en “la pila” hasta que un comentario de Luna Miguel sobre dicho libro, en su muro de Facebook, me recordó que tenía pendiente su lectura. Se trata de una biografía (ya sé que suena raro hablar de biografía en el caso de una enfermedad, pero así es) absoluta, exhaustiva, necesaria. Y apasionante: describe casos, cuenta la historia de la búsqueda de una cura, revela detalles que yo desconocía, aclara las cosas.

Debemos conocer el cáncer porque es uno de nuestros mayores enemigos. Por eso hay que leer este volumen, pese a sus 700 páginas (576 de narración; y el resto, notas, glosarios, bibliografía e índice analítico). El cáncer mató a cinco miembros de mi familia (entre ellos, a mi madre); de ahí nace mi obsesión por esta enfermedad. Como han pasado un par de meses desde su lectura y no había escrito la reseña, y ahora me da un poco de pereza, prefiero dejaros varios extractos del libro:   

Hoy sabemos que el cáncer es una enfermedad causada por el crecimiento sin control de una sola célula. Este es desencadenado por mutaciones, cambios en el ADN que afectan específicamente a los genes encargados de estimular un crecimiento celular ilimitado. En una célula normal, poderosos circuitos genéticos regulan la división y la muerte celulares. En una célula cancerosa estos circuitos se rompen, por lo que esta no puede dejar de crecer.
El hecho de que este mecanismo aparentemente simple –un crecimiento celular sin barreras– sea el corazón de una grotesca y multifacética enfermedad es un testimonio del insondable poder de dicho crecimiento. La división celular nos permite, como organismos, crecer, adaptarnos, recuperarnos, repararnos: vivir. Y cuando se distorsiona y se desata, permite a las células cancerosas crecer, prosperar, adaptarse, recuperarse, repararse: vivir a costa de nuestra vida. Las células cancerosas pueden crecer más rápido y adaptarse mejor. Son una versión más perfecta de nosotros mismos.
El secreto de la batalla contra el cáncer radica, entonces, en encontrar los medios de impedir que esas mutaciones se produzcan en las células vulnerables, o en eliminar las células mutadas sin poner en riesgo el crecimiento normal.

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El cáncer forma parte de nuestro genoma: los genes que sueltan las amarras de la división celular normal no son ajenos a nuestro cuerpo, sino versiones mutadas y desfiguradas de los genes mismos que llevan a cabo funciones celulares vitales. Y el cáncer imprime su marca en nuestra sociedad: a medida que prolongamos la duración de nuestra vida como especie, desencadenamos inevitablemente un crecimiento maligno (las mutaciones de los genes del cáncer se acumulan con el envejecimiento; así, la enfermedad tiene una relación intrínseca con la edad). En consecuencia, si la inmortalidad es nuestra aspiración, también lo es, en un sentido bastante perverso, la de la célula cancerosa.

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El cáncer es una enfermedad expansionista; invade los tejidos, establece colonias en paisajes hostiles, busca un “santuario” en un órgano y luego migra a otro. Vive desesperada, inventiva, feroz, territorial, astuta y defensivamente; por momentos, como si nos enseñara a sobrevivir. Confrontar al cáncer es ponerse frente a una especie paralela, quizá aún más adaptada que nosotros a la supervivencia.

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Cada generación de células cancerosas crea un pequeño número de células que son genéticamente diferentes de sus progenitores. Cuando una droga quimioterapéutica o el sistema inmunológico atacan el cáncer, los clones mutantes que pueden ofrecer resistencia al ataque se desarrollan. Las células cancerosas más aptas sobreviven. Este amargo y despiadado ciclo de mutación, selección y crecimiento excesivo genera células que están cada vez más adaptadas a la supervivencia y el crecimiento. En algunos casos, las mutaciones aceleran la adquisición de otras mutaciones. La inestabilidad genética, como una locura perfecta, no hace sino dar mayor impulso a la generación de clones mutantes. De tal modo, el cáncer explota la lógica fundamental de la evolución como ninguna otra enfermedad.

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En la mayoría de las sociedades antiguas la gente no vivía lo suficiente para tener cáncer. Hombres y mujeres fueron durante mucho tiempo consumidos por la tuberculosis, la hidropesía, el cólera, la viruela, la lepra, la peste o la neumonía. Si el cáncer existía, permanecía sumergido bajo el mar de las otras enfermedades. En rigor, su aparición en el mundo es el producto de un doble negativo: solo se torna común con la eliminación de todas las otras enfermedades letales.

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Hasta un monstruo antiguo necesita un nombre. Bautizar una enfermedad es describir cierto estado de sufrimiento: un acto literario antes de ser un acto médico. Mucho antes de convertirse en objeto del escrutinio médico, un paciente es, ante todo, simplemente un cronista, un narrador del sufrimiento, un viajero que ha visitado el reino de los enfermos. Para aliviar una enfermedad es preciso, entonces, empezar por descargarle de su historia.

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Cuando una enfermedad se introduce de manera tan potente en la imaginación de una era, suele ser porque afecta a una angustia latente en ella.

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Cada época da forma a la enfermedad a su propia imagen. La sociedad, como el más consumado de los pacientes psicosomáticos, adapta sus aflicciones médicas a sus crisis psicológicas; cuando una enfermedad toca una cuerda tan visceral, a menudo es porque esa cuerda ya estaba resonando.

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En sus respectivos artículos, Temin y Baltimore proponían una nueva teoría radical sobre el ciclo vital de los retrovirus. Su postulado era que los genes de los retrovirus existían como ARN fuera de las células. Cuando esos virus de ARN infectan las células, hacen una copia de ADN de sus genes y la unen a los genes de la célula. Esta copia, llamada provirus, hace copias de ARN y el virus se regenera, como el ave fénix, para crear nuevos virus. Así, el virus cambia constantemente de estado, saliendo del genoma celular y volviendo a entrar en él –de ARN a ADN a ARN; de ARN a ADN a ARN–, ad infinitum.

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Esa historia de la génesis de un cáncer –de carcinógenos que causan mutaciones en genes internos, que desatan una catarata de vías en células que luego recorren un ciclo de mutación, selección y supervivencia– representa el esbozo más convincente con que contamos acerca del nacimiento del cáncer.

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Cuando la quimioterapia elimina el grueso de las células cancerosas, una pequeña población remanente de esas células madre, consideradas intrínsecamente más resistentes a la muerte, regenera y renueva el cáncer y precipita así sus recurrencias comunes tras la quimioterapia.

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Algún día, si el cáncer vence, producirá un ser mucho más perfecto que su anfitrión, imbuido a la vez de inmortalidad y de la pulsión de proliferar.

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El cáncer, lo hemos descubierto, está cosido a nuestro genoma. Los oncogenes surgen de mutaciones en genes esenciales que regulan el crecimiento de las células. Las mutaciones se acumulan en ellos cuando los carcinógenos dañan el ADN, pero también a causa de errores aparentemente azarosos en sus copias cuando las células se dividen. El primer aspecto podría preverse, pero el segundo es endógeno. El cáncer es un defecto de nuestro crecimiento, pero ese defecto está profundamente arraigado en nosotros. Solo podremos liberarnos de los procesos de nuestra fisiología que dependen del crecimiento: envejecimiento, regeneración, curación, reproducción.   


[Traducción de Horacio Pons]