Este es uno de los libros que leí el verano pasado. Lo
compré en cuanto salió a la venta, pero quedó atrapado en “la pila” hasta que
un comentario de Luna Miguel sobre dicho libro, en su muro de Facebook, me
recordó que tenía pendiente su lectura. Se trata de una biografía (ya sé que suena
raro hablar de biografía en el caso de una enfermedad, pero así es) absoluta,
exhaustiva, necesaria. Y apasionante: describe casos, cuenta la historia de la
búsqueda de una cura, revela detalles que yo desconocía, aclara las cosas.
Debemos conocer el cáncer porque es uno de nuestros
mayores enemigos. Por eso hay que leer este volumen, pese a sus 700 páginas
(576 de narración; y el resto, notas, glosarios, bibliografía e índice
analítico). El cáncer mató a cinco miembros de mi familia (entre ellos, a mi
madre); de ahí nace mi obsesión por esta enfermedad. Como han pasado un par de
meses desde su lectura y no había escrito la reseña, y ahora me da un poco de
pereza, prefiero dejaros varios extractos del libro:
Hoy sabemos que el
cáncer es una enfermedad causada por el crecimiento sin control de una sola
célula. Este es desencadenado por mutaciones, cambios en el ADN que afectan
específicamente a los genes encargados de estimular un crecimiento celular
ilimitado. En una célula normal, poderosos circuitos genéticos regulan la división
y la muerte celulares. En una célula cancerosa estos circuitos se rompen, por
lo que esta no puede dejar de crecer.
El hecho de que este
mecanismo aparentemente simple –un crecimiento celular sin barreras– sea el
corazón de una grotesca y multifacética enfermedad es un testimonio del
insondable poder de dicho crecimiento. La división celular nos permite, como
organismos, crecer, adaptarnos, recuperarnos, repararnos: vivir. Y cuando se
distorsiona y se desata, permite a las células cancerosas crecer, prosperar,
adaptarse, recuperarse, repararse: vivir a costa de nuestra vida. Las células
cancerosas pueden crecer más rápido y adaptarse mejor. Son una versión más
perfecta de nosotros mismos.
El secreto de la
batalla contra el cáncer radica, entonces, en encontrar los medios de impedir
que esas mutaciones se produzcan en las células vulnerables, o en eliminar las
células mutadas sin poner en riesgo el crecimiento normal.
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El cáncer forma
parte de nuestro genoma: los genes que sueltan las amarras de la división
celular normal no son ajenos a nuestro cuerpo, sino versiones mutadas y
desfiguradas de los genes mismos que llevan a cabo funciones celulares vitales.
Y el cáncer imprime su marca en nuestra sociedad: a medida que prolongamos la
duración de nuestra vida como especie, desencadenamos inevitablemente un
crecimiento maligno (las mutaciones de los genes del cáncer se acumulan con el
envejecimiento; así, la enfermedad tiene una relación intrínseca con la edad).
En consecuencia, si la inmortalidad es nuestra aspiración, también lo es, en un
sentido bastante perverso, la de la célula cancerosa.
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El cáncer es una
enfermedad expansionista; invade los tejidos, establece colonias en paisajes
hostiles, busca un “santuario” en un órgano y luego migra a otro. Vive
desesperada, inventiva, feroz, territorial, astuta y defensivamente; por
momentos, como si nos enseñara a sobrevivir. Confrontar al cáncer es ponerse
frente a una especie paralela, quizá aún más adaptada que nosotros a la
supervivencia.
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Cada generación de
células cancerosas crea un pequeño número de células que son genéticamente
diferentes de sus progenitores. Cuando una droga quimioterapéutica o el sistema
inmunológico atacan el cáncer, los clones mutantes que pueden ofrecer
resistencia al ataque se desarrollan. Las células cancerosas más aptas
sobreviven. Este amargo y despiadado ciclo de mutación, selección y crecimiento
excesivo genera células que están cada vez más adaptadas a la supervivencia y
el crecimiento. En algunos casos, las mutaciones aceleran la adquisición de
otras mutaciones. La inestabilidad genética, como una locura perfecta, no hace
sino dar mayor impulso a la generación de clones mutantes. De tal modo, el
cáncer explota la lógica fundamental de la evolución como ninguna otra enfermedad.
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En la mayoría de las
sociedades antiguas la gente no vivía lo suficiente para tener cáncer. Hombres
y mujeres fueron durante mucho tiempo consumidos por la tuberculosis, la
hidropesía, el cólera, la viruela, la lepra, la peste o la neumonía. Si el
cáncer existía, permanecía sumergido bajo el mar de las otras enfermedades. En
rigor, su aparición en el mundo es el producto de un doble negativo: solo se
torna común con la eliminación de todas las otras enfermedades letales.
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Hasta un monstruo
antiguo necesita un nombre. Bautizar una enfermedad es describir cierto estado
de sufrimiento: un acto literario antes de ser un acto médico. Mucho antes de
convertirse en objeto del escrutinio médico, un paciente es, ante todo,
simplemente un cronista, un narrador del sufrimiento, un viajero que ha
visitado el reino de los enfermos. Para aliviar una enfermedad es preciso,
entonces, empezar por descargarle de su historia.
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Cuando una
enfermedad se introduce de manera tan potente en la imaginación de una era,
suele ser porque afecta a una angustia latente en ella.
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Cada época da forma
a la enfermedad a su propia imagen. La sociedad, como el más consumado de los
pacientes psicosomáticos, adapta sus aflicciones médicas a sus crisis
psicológicas; cuando una enfermedad toca una cuerda tan visceral, a menudo es
porque esa cuerda ya estaba resonando.
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En sus respectivos
artículos, Temin y Baltimore proponían una nueva teoría radical sobre el ciclo
vital de los retrovirus. Su postulado era que los genes de los retrovirus
existían como ARN fuera de las células. Cuando esos virus de ARN infectan las
células, hacen una copia de ADN de sus genes y la unen a los genes de la
célula. Esta copia, llamada provirus, hace copias de ARN y el virus se
regenera, como el ave fénix, para crear nuevos virus. Así, el virus cambia
constantemente de estado, saliendo del genoma celular y volviendo a entrar en
él –de ARN a ADN a ARN; de ARN a ADN a ARN–, ad infinitum.
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Esa historia de la
génesis de un cáncer –de carcinógenos que causan mutaciones en genes internos,
que desatan una catarata de vías en células que luego recorren un ciclo de
mutación, selección y supervivencia– representa el esbozo más convincente con
que contamos acerca del nacimiento del cáncer.
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Cuando la
quimioterapia elimina el grueso de las células cancerosas, una pequeña
población remanente de esas células madre, consideradas intrínsecamente más
resistentes a la muerte, regenera y renueva el cáncer y precipita así sus
recurrencias comunes tras la quimioterapia.
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Algún día, si el
cáncer vence, producirá un ser mucho más perfecto que su anfitrión, imbuido a
la vez de inmortalidad y de la pulsión de proliferar.
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El cáncer, lo hemos
descubierto, está cosido a nuestro genoma. Los oncogenes surgen de mutaciones
en genes esenciales que regulan el crecimiento de las células. Las mutaciones
se acumulan en ellos cuando los carcinógenos dañan el ADN, pero también a causa
de errores aparentemente azarosos en sus copias cuando las células se dividen. El
primer aspecto podría preverse, pero el segundo es endógeno. El cáncer es un
defecto de nuestro crecimiento, pero ese defecto está profundamente arraigado
en nosotros. Solo podremos liberarnos de los procesos de nuestra fisiología que
dependen del crecimiento: envejecimiento, regeneración, curación, reproducción.
[Traducción de Horacio Pons]