Patrick Leigh Fermor es una de mis asignaturas literarias
pendientes. Empiezo por Un tiempo para
callar, uno de sus primeros libros, resultado de sus observaciones tras
pasar algunas semanas en varios monasterios y abadías. El autor visitó esos
lugares, se recluyó en el silencio y escribió sin el estruendo propio de la
ciudad. Se trata de un libro breve, repleto de observaciones precisas y de descripciones
de las vidas de los monjes, sometidos a sacrificios y a dietas rigurosas que a
veces ponen los pelos de punta. Es un placer acompañar a Fermor dentro de esos
muros. Dos ejemplos:
Mis primeros
sentimientos en el monasterio cambiaron: dejé de sentirme rodeado por una
sensación de muerte inminente, aprisionado por error en una catacumba. Creo que
el cambio debió acontecer después de unos cuatro días. La impresión de abandono
persistió aún un tiempo; son los sentimientos de soledad y apatía que acompañan
siempre la transición de los excesos urbanos a una vida de rústica soledad.
Aquí, en la abadía, en un entorno totalmente extraño, este deprimente paso
fronterizo se extendía y magnificaba. Uno tiende a asumir la idea de la vida
monástica como un fenómeno que siempre ha existido, para apartarlo luego de la
mente sin posterior análisis o comentarios; sólo viviendo por un tiempo en un
monasterio se puede llegar a captar algo de sus asombrosas diferencias con la
vida ordinaria que llevamos.
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Un monje trapense se
levanta a la una o dos de la madrugada, dependiendo de la estación. Pasa siete
horas diarias en la iglesia cantando en los oficios, arrodillado o de pie en
silenciosa meditación, a menudo en la oscuridad. El resto del día lo destina a
las labores del campo en sus formas más primitivas y agotadoras; en oración
mental, sermones y lecturas del Martirologio. El ocio y la diversión son una
rareza, y el tiempo que se dedica al estudio, en la práctica si no en la
teoría, es muy escaso. La dieta consiste casi enteramente en raíces y
tubérculos; la carne, los huevos y el pescado están vetados. Por si este
austero régimen fuera poco, durante seis meses al año se impone también una
regla de estricto ayuno. Los monjes están obligados a llevar el mismo ropaje pesado
durante todas las estaciones, norma casi insoportable durante los duros
trabajos en pleno verano. En las tardes de verano se retiran después de las
completas, a las ocho, y en las de invierno a las siete, para dormir unas
escasas seis horas.
[Traducción de Dolores Payás]