Cerró los ojos y
recordó la escena en el interior del restaurante. Miguel se había levantado
para saludar a unas personas, y al volver a su sitio y pasar justo por detrás
de su silla, había deslizado la mano sobre el respaldo haciendo que sus dedos
recorrieran la espalda de Manuela. No había sido una casualidad. No había sido
un roce sin querer. No. Había abierto su mano y había recorrido su espalda, a
través de la finísima blusa de seda, de derecha a izquierda con todos los dedos
extendidos, despacio, recreándose en el tacto, con suavidad, asegurándose de
que ella sentía esos dedos. Olivia no se había enterado de nada, además de
porque era imposible que lo viera ya que la espalda de su madre estaba
precisamente ahí, a espaldas de ella, y porque en ese preciso momento, ella se
entretenía en deshacer los pétalos de la flor de bacalao y salmón de su plato. Al
contacto con esos dedos había sentido un escalofrío por todo el cuerpo, su mano
quedçó congelada en el aire por unos pocos segundos, hasta que reaccionó y
continuó con su camino. Y qué podía haber hecho. Podía haberle pedido
explicaciones a Miguel por ese gesto. No quería imaginar la cara que habría
puesto su hija en esa situación, la hubiera mirado incréduda, habría dicho con
ese tono de reproche tan suyo, mamá, qué estás diciendo, qué te pasa.