La enfermera que
acaba de entrar, no tan guapa como desearía y no tan joven como para no saber
deglutir el caos al cruzar el dintel y aplicar algo de linimento de
profesionalidad sin dejarse contagiar por la locura, pregunta otra vez en alto,
pugnando por imponerse al quejido de la Anciana, qué son esos berridos. Lo
pregunta negándose a asimilar el panorama con el que se ha topado al abrir la
puerta, que confirma con los ojos como platos. Desde el suelo, nalgas en pompa,
desnudo de cintura para abajo, con el pene flojo y goteante y retraído y
apuntando al suelo como el apéndice enfermo de un perrillo faldero, el Anciano
la mira con una disculpa impresa en sus labios lívidos.
-M-mi… Mi mujer… Mi
mujer ha vuelto –dice, patético.
En la cama, la
Anciana de la que, según los partes internos de enfermería, sólo cabía esperar
que se dejase ir en algún momento entre esta noche y mañana al mediodía, chilla
como la protagonista en una película de terror a la que está persiguiendo un
maníaco proveniente de una estrella muerta en una galaxia herida. La Enfermera
tiene ganas de gritar también. Tiene ganas de gritar y tiene ganas de vomitar.
Esto no suele pasar en la planta de enfermos terminales. Los milagros no
existen en este hospital.