Este volumen, subtitulado Autobiografía y literatura, no existe en otros países. Al principio
me sorprendió no encontrar el título original en los créditos del libro. Al
parecer, se trata de una idea de Jorge Herralde para Anagrama: reunir los
escritos dispersos de Richard Ford que aparecieron en revistas, en periódicos,
en otros libros. Así, nos encontramos con prólogos a libros de grandes autores
como Richard Yates, Antón Chejov o James Salter, o introducciones a alguna
selección de cuentos de Granta, junto a recuerdos muy personales de Ford (sobre
la escritura o sobre sus padres) y, especialmente, una semblanza magistral de
quien fuera uno de sus mejores amigos (y uno de sus maestros), el inmenso
Raymond Carver, cuya descripción os copio aquí en palabras de Ford:
No recuerdo el
momento exacto en que nos conocimos, aunque conservo una imagen dándonos la
mano en un gran vestíbulo acristalado y lleno de gente con chapas de
identificación. Sin embargo, recuerdo quién era entonces, qué aspecto tenía.
Más tarde tendría el aspecto del muchacho cálido y sólido de la fotografía de
Marion Ettlinger: corpulento, bien arreglado, guapo y bronceado, las facciones
duras casi de indígena y el pelo bien cortado. Pero en 1977 era alto, flaco,
huesudo, vacilante y hablaba poco y en un susurro entrecortado. Parecía
simpático, aunque un poco asustadizo, pero no de una manera que asustaba a su
vez al interlocutor, sino más bien como sugiriendo que acababa de estar contra
las cuerdas y que por nada del mundo quería volver a encontrarse en esa
situación. Sus dientes necesitaban la atención del dentista. El pelo era tupido
y enmarañado. Tenía manos rudas, patillas largas y espesas, llevaba gafas con
montura de concha negra, pantalones de color mostaza, una fea camisa de rayas
marrón y morado de la planta de oportunidades de Penneys y zapatos de un gusto
afín a los de la marca Hush Puppies. Era como si hubiera bajado de un autobús
de la Greyhound de 1964 y viniera de algún sitio en donde hubiese estado
realizando sobre todo labores de conserjería. Y era absolutamente irresistible.
Un volumen imprescindible, si te gustan Richard Ford y los
escritores en torno a los que reflexiona. Unos extractos:
Cualquiera que haya
escrito alguna vez una novela, un cuento o un poema y haya tenido ocasión de
conversar sobre su obra con un lector entusiasmado o simplemente interesado,
conoce la sensación de incomodidad que producen los intentos del lector de
descubrir las conexiones que vinculan el relato con una supuesta “fuente”, como
modo de iluminar los procedimientos que transforman la vida en arte, o bien de
reducir un acto de creación a algún problema de diseño industrial.
**
En estos treinta
años me he puesto como objetivo estricto dejarme largos períodos sin escribir,
tanto que mi vida de escritor parece tener más de no escritura que de
escritura, lo que apruebo calurosamente.
Reconozco que en
este tiempo sólo he escrito siete libros, y que en torno a esos siete no ha
habido precisamente un clamor unánime de elogios. Indudablemente, habrá
sabiondos que sostengan que de haber escrito más, de haber sido más pertinaz y
haber hecho menos pausas, habría sido mejor escritor.
Pero nunca imaginé
que estaba en este oficio para batir récords de velocidad de escritura, ni para
acumular grandes cifras (salvo, en eso sí confié, en lo que se refiere al
número de lectores).
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La mayor parte de
los escritores escribe demasiado. Algunos escriben verdaderamente en exceso a
juzgar por la calidad de su obra acumulada. Nunca me he considerado un hombre
destinado a escribir. Simplemente elijo hacerlo, a menudo cuando no se me puede
persuadir de que haga otra cosa, o cuando me asalta una sensación
desagradablemente pegajosa de inutilidad, no sé qué hacer y tengo tiempo libre,
como cuando termina la Liga de Béisbol.
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Es evidente que
muchos escritores escriben por otras razones que el deseo de producir gran
literatura para beneficio de los demás. Escriben como terapia. Escriben (con
inquietud) para “expresarse”. Escriben para poner orden en sus larguísimos
días, o para escapar de ellos. Escriben por dinero, o porque son obsesivos.
Escriben como un grito de ayuda o como un acto de venganza familiar. Etcétera,
etcétera. Son muchas las razones para escribir mucho. A veces, eso funciona muy
bien.
[Traducción de Marco Aurelio Galmarini]