lunes, julio 02, 2012

Flores en las grietas, de Richard Ford



Este volumen, subtitulado Autobiografía y literatura, no existe en otros países. Al principio me sorprendió no encontrar el título original en los créditos del libro. Al parecer, se trata de una idea de Jorge Herralde para Anagrama: reunir los escritos dispersos de Richard Ford que aparecieron en revistas, en periódicos, en otros libros. Así, nos encontramos con prólogos a libros de grandes autores como Richard Yates, Antón Chejov o James Salter, o introducciones a alguna selección de cuentos de Granta, junto a recuerdos muy personales de Ford (sobre la escritura o sobre sus padres) y, especialmente, una semblanza magistral de quien fuera uno de sus mejores amigos (y uno de sus maestros), el inmenso Raymond Carver, cuya descripción os copio aquí en palabras de Ford:

No recuerdo el momento exacto en que nos conocimos, aunque conservo una imagen dándonos la mano en un gran vestíbulo acristalado y lleno de gente con chapas de identificación. Sin embargo, recuerdo quién era entonces, qué aspecto tenía. Más tarde tendría el aspecto del muchacho cálido y sólido de la fotografía de Marion Ettlinger: corpulento, bien arreglado, guapo y bronceado, las facciones duras casi de indígena y el pelo bien cortado. Pero en 1977 era alto, flaco, huesudo, vacilante y hablaba poco y en un susurro entrecortado. Parecía simpático, aunque un poco asustadizo, pero no de una manera que asustaba a su vez al interlocutor, sino más bien como sugiriendo que acababa de estar contra las cuerdas y que por nada del mundo quería volver a encontrarse en esa situación. Sus dientes necesitaban la atención del dentista. El pelo era tupido y enmarañado. Tenía manos rudas, patillas largas y espesas, llevaba gafas con montura de concha negra, pantalones de color mostaza, una fea camisa de rayas marrón y morado de la planta de oportunidades de Penneys y zapatos de un gusto afín a los de la marca Hush Puppies. Era como si hubiera bajado de un autobús de la Greyhound de 1964 y viniera de algún sitio en donde hubiese estado realizando sobre todo labores de conserjería. Y era absolutamente irresistible.

Un volumen imprescindible, si te gustan Richard Ford y los escritores en torno a los que reflexiona. Unos extractos:

Cualquiera que haya escrito alguna vez una novela, un cuento o un poema y haya tenido ocasión de conversar sobre su obra con un lector entusiasmado o simplemente interesado, conoce la sensación de incomodidad que producen los intentos del lector de descubrir las conexiones que vinculan el relato con una supuesta “fuente”, como modo de iluminar los procedimientos que transforman la vida en arte, o bien de reducir un acto de creación a algún problema de diseño industrial.

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En estos treinta años me he puesto como objetivo estricto dejarme largos períodos sin escribir, tanto que mi vida de escritor parece tener más de no escritura que de escritura, lo que apruebo calurosamente.
Reconozco que en este tiempo sólo he escrito siete libros, y que en torno a esos siete no ha habido precisamente un clamor unánime de elogios. Indudablemente, habrá sabiondos que sostengan que de haber escrito más, de haber sido más pertinaz y haber hecho menos pausas, habría sido mejor escritor.
Pero nunca imaginé que estaba en este oficio para batir récords de velocidad de escritura, ni para acumular grandes cifras (salvo, en eso sí confié, en lo que se refiere al número de lectores).

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La mayor parte de los escritores escribe demasiado. Algunos escriben verdaderamente en exceso a juzgar por la calidad de su obra acumulada. Nunca me he considerado un hombre destinado a escribir. Simplemente elijo hacerlo, a menudo cuando no se me puede persuadir de que haga otra cosa, o cuando me asalta una sensación desagradablemente pegajosa de inutilidad, no sé qué hacer y tengo tiempo libre, como cuando termina la Liga de Béisbol.

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Es evidente que muchos escritores escriben por otras razones que el deseo de producir gran literatura para beneficio de los demás. Escriben como terapia. Escriben (con inquietud) para “expresarse”. Escriben para poner orden en sus larguísimos días, o para escapar de ellos. Escriben por dinero, o porque son obsesivos. Escriben como un grito de ayuda o como un acto de venganza familiar. Etcétera, etcétera. Son muchas las razones para escribir mucho. A veces, eso funciona muy bien.


[Traducción de Marco Aurelio Galmarini]