martes, junio 12, 2012

Antifuente, de Fco. Javier Pérez



El día que mi hermano murió, la puerta de casa sólo se abrió dos veces. La segunda, para dejar entrar a una pareja de señores trajeados que decían ser inspectores de policía. Papá había vuelto a fumar aquella misma mañana, por eso encendió un cigarrillo con la brasa del anterior antes de decirle a los dos hombres que tomasen asiento en el tresillo que ocupaba toda una de las paredes del cuarto de estar, sentarse él en su butacón e indicarme con un gesto que me fuese a mi cuarto. O que subiese a ver si mi madre todavía seguía tirada en la cama de mi hermano, con la vista fija en ninguna parte, buscando fantasmas en el estucado, y a ratos llorando como si bajo la piel toda ella fuese un folio que la muerte de su hijo mayor hubiese rasgado por la mitad. Pero yo no quería marcharme. Necesitaba saber qué había pasado y sospechaba que sólo lo lograría si me inmiscuía en las conversaciones de los mayores, especialmente en la conversación de mi padre con aquellos dos representantes de la ley; y es que por aquel entonces se nos inculcaba a los más pequeños que siempre, siempre, indefectiblemente, sin excepciones, se debía decir la verdad a los representantes de la ley.
[Del relato “El día que mi hermano murió”]