El día que mi hermano murió, la puerta de casa sólo se
abrió dos veces. La segunda, para dejar entrar a una pareja de señores
trajeados que decían ser inspectores de policía. Papá había vuelto a fumar
aquella misma mañana, por eso encendió un cigarrillo con la brasa del anterior
antes de decirle a los dos hombres que tomasen asiento en el tresillo que
ocupaba toda una de las paredes del cuarto de estar, sentarse él en su butacón
e indicarme con un gesto que me fuese a mi cuarto. O que subiese a ver si mi
madre todavía seguía tirada en la cama de mi hermano, con la vista fija en
ninguna parte, buscando fantasmas en el estucado, y a ratos llorando como si
bajo la piel toda ella fuese un folio que la muerte de su hijo mayor hubiese
rasgado por la mitad. Pero yo no quería marcharme. Necesitaba saber qué había
pasado y sospechaba que sólo lo lograría si me inmiscuía en las conversaciones
de los mayores, especialmente en la conversación de mi padre con aquellos dos
representantes de la ley; y es que por aquel entonces se nos inculcaba a los
más pequeños que siempre, siempre, indefectiblemente, sin excepciones, se debía
decir la verdad a los representantes de la ley.
[Del relato “El día que mi hermano murió”]