Una de las biografías más prestigiosas sobre Philip K.
Dick es la del escritor francés Emmanuel Carrère (autor de Vidas ajenas y El adversario,
entre otras). Más preocupado por su vida que por su obra (eché de menos los
análisis sobre algunos relatos y algunas novelas que ni siquiera se mencionan),
Carrère reconstruye el periplo vital de un hombre que bordeaba la paranoia, que
creía ser un visionario, que se atiborró de drogas, que cambiaba de mujer
continuamente, que no alcanzó en vida el éxito que se merecía, que a veces
parecía un loco y a veces parecía un profeta, que escribió novelas y relatos
maravillosos que se anticiparon a su tiempo y que su obra ha sido una fuente
continua de inspiración para cineastas y escritores.
Aunque se echa en falta el análisis de muchos de sus libros, merece la pena leer esta biografía, y en especial me ha gustado mucho el capítulo dedicado a sus
vivencias con los dealers y los drogadictos, andanzas que le sirvieron de base
para su novela Una mirada a la oscuridad
(que no me cansaré de recomendar), y que era casi un calco de aquellos tiempos,
de aquellos personajes que creían tener piojos en el cuerpo, o que arrestaban
cada poco, o que morían por sobredosis. Muy interesante, la vida de Philip K.
Dick. Todo un personaje. Y he aquí una muestra de sus paranoias y de sus
sospechas sobre las conspiraciones:
Un día, frente a una
taza de café que le habían preparado, se le ocurrió la idea, que nunca más lo
abandonó, de que habían podido meter en ella con toda facilidad una potente
dosis de alguna droga psicodélica, una dosis que proyectaría en su mente, y
para el resto de su vida, un filme horrorífico e interminable. Si alguien se la
tenía jurada, algo inevitable en el mundo de la droga, donde toda una serie de
incidentes contribuían a demostrarlo, hubiese podido hacerlo sin ningún
problema, o bien inyectarle durante el sueño un poderoso cóctel de heroína
mezclada con estricnina, que casi lo mataría, pero no del todo. Y así ocurriría
lo más temible: se convertiría en un adicto para toda la vida y presenciaría la
eterna película de horror. Su existencia quedaría entonces reducida a la
jeringa y la cuchara, a darse golpes contra las paredes de un hospital
psiquiátrico, donde día y noche habría intentado sacudirse los piojos mientras
se preguntaba por qué ya no era capaz de llevarse un tenedor a la boca.
[Traducción de Marcelo Tombetta]