Escribir lleva
siempre a un desazonante túnel sin final, porque jamás se llega a la
satisfacción plena, nunca se llega a escribir la obra excepcional que siempre
confiamos en que haríamos algún día, y eso produce la más grande de las
desazones. Antes se aprende a morir que a escribir.
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Cerré los puños,
bajé la cabeza. Muy pocas películas me han fascinado tanto como El
resplandor de Kubrick. Lamenté, casi con
rabia, no haber tenido en ningún momento presente, durante la elaboración de Bartleby
y compañía, al paralizado y perturbado
escritor inventado por King. Los lamentos, como las desgracias, nunca vienen
solos. De inmediato me acordé de Ray Milland en Días sin huella, el alcoholizado escritor de la película de
Billy Wilder, el narrador paralizado que no es capaz de escribir ni la primera
línea de su libro, tan sólo el título, que repite obsesivamente, sin poder
pasar de ahí: La botella.
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Hay que ir hacia una
literatura acorde con el espíritu del tiempo, una literatura mixta, mestiza,
donde los límites se confundan y la realidad pueda bailar en la frontera con lo
ficticio, y el ritmo borre esa frontera.