Llegué a una playa de arena blanca que no reconocía. Me arrastré
fuera del agua, llevándome conmigo, adherida a la ropa, una pátina de vertidos
tóxicos y excrementos líquidos. Sentía náuseas, pero no pensaba meterme los
dedos en la garganta para provocarme el vómito. Me incorporé y eché a caminar. Un
crujido bajo la bota derecha. Agaché la cabeza y comprobé por qué nunca había
oído hablar antes de una cala de arena blanca en alguna parte de la ciudad,
donde sin duda los pocos románticos que quedasen acudirían a celebrar sus
happenings de medianoche. Acababa de pisar la calavera fosilizada de una
gaviota. La playa era un cementerio natural para aquellos a quienes sólo el mar
rendía homenaje arrastrando sus restos a la orilla. La arena, polvo de hueso y
ceniza. Apreté el paso. Salí de la playa abriéndome paso entre una barrera de
arbustos bajos, siempre con la cabeza alzada, tratando de encontrar un punto
mediante el cual orientarme. Me resistía a reflexionar. Me resistía a cualquier
acción, incluso la de meter las manos en los bolsillos del tres cuartos para
comprobar si algo de aquella purpurina hipnótica se había depositado allí, con
tal de que la mente no se me perdiese tratando de reseguir el dibujo de puntos
entre la absurda escaramuza con Nommo y el ahora. El ahora venía marcado por
llegar a alguna parte, a poder ser segura, en la que adecentarme, sentarme y,
si me sentía de humor, cortarme las venas o algo así. Al otro lado de la
barrera vegetal, aparecí en mitad de un cinturón de autopista de cuatro
carriles. Bailoteé sobre el asfalto para sacudirme los restos de polvo de hueso
de las botas. Por lo visto, estaba en algún punto de la Avenida Diagonal. Pero todo
lo que me rodeaba era radicalmente distinto a lo que estaba acostumbrado. Como en
combinación con el extraño cielo, que a pesar de lo cálido de su coloración me
provocaba un escalofrío entre la columna y la entrepierna, los edificios habían
mutado. Rojizas, de textura cárnica, allí donde solía haber balcones, las
fachadas de pisos a medio derruir estaban pobladas de tentáculos que goteaban
un líquido blancuzco; las puertas de entrada eran bocas verticales rodeadas de
vello oscuro, duro, grueso y brillante, algunas alargadas y otras perfectamente
redondas y cerradas: el encalado granate, surcado por arrugas desordenadas y finas
líneas epidérmicas como capilares excitados, exudaba una sustancia oleosa de
perfume almizclado; una vibración de espejismo recorría todo el paisaje.