La noche volaba bajo
y despacio. El Vengador Plateado, en aquel momento aparentando ser poco más que
otro de los muchos oficinistas que se balancean entre la responsabilidad, los
sueños a medio gas y un principio de alcoholismo, a los que puedes ver cada día
dejándose mecer por las aceras de esta ciudad, volvía a una casa que cada vez
sentía menos suya, la que cada día le quedaba menos para acabar de pagar. Ese
era el efecto que solía causarle su personalidad secreta tras una larga jornada
de ser el superhéroe prácticamente invulnerable que, en otra dimensión (según
teorizaban los expertos), en otro universo mejor (según postulaban los
religiosos), era. El dolor y los tirones, el cansancio y los restos de
adrenalina se confabulaban en contra del simple y llano concepto de no ser más
que alguien que, en algún momento, cumplió los requisitos necesarios para
enfundarse en una armadura de plata y saltar por los tejados y luchar contra
las amenazas de otra realidad absolutamente falsa, a la que ni siquiera
comprendía del todo cómo había logrado llegar. Él no era uno de los físicos que
habían descubierto, eones atrás, que se podía viajar desde un plano físico
inmediato a uno mental hipotético, remoto. No era uno de los pioneros hombres
de negocios que dedujeron que con lo que decían los físicos se podía hacer
dinero a ambos lados. Ni siquiera era uno de los técnicos a los que se permitía
accionar el Paginador… Para él, a efectos, la teoría, el funcionamiento del
negocio y los entresijos de los mecanismos no diferían demasiado de un truco de
prestidigitación extraordinariamente aparatoso y rebuscado.
[Del relato “Viejos superhéroes en descarte”]