La Contracultura es un episodio aislado que si sobrevive en la memoria histórica lo hace básicamente a través de las imágenes que grabó en la retina popular, fogonazos ornamentales, pósteres donde se congelaba una época, sin explicarla ni razonarla pese a su poderosa simbología: Hendrix lobotomizando el himno americano en Woodstock, la guerra de Vietnam y los movimientos de protesta, el LSD, las flores en el pelo, el amor libre, el misticismo y la religiosidad de origen exótico, la solidaridad, el pacifismo, el desapego material y otros propósitos buenistas, algunos de ellos adoptados en la actualidad por lo políticamente correcto. Nuevos cristianos, chusma harapienta, miríada alucinada, hugonotes del Sistema, sus protagonistas parecen títeres accionados por el hilo de una idiota bondad, cuando el egotismo, la vanidad, la codicia, el individualismo y la violencia, entre otros rasgos capitalistas, tan cercanos a la filosofía del Objetivismo enunciada por Ayn Rand, fueron aquellas pulsiones que permitieron a la Contracultura realizarse. Al menos en un marco económico, que es el único que sobrevive.