Me gustaría poder recordar la brillantez de nuestras estrategias, o la de nuestros enemigos (esos a los que jamás había visto y a los que no creo que vuelva a ver).
Ni siquiera puedo evocar de qué color era el cielo en aquel momento.
Si hacía frío o calor.
Nada excepto el olor de los muertos.
Hombres y mujeres.
Ninguna verdad me fue revelada después de la masacre, ni vi en los ojos de los demás un ápice de paz.
Nada.
Eso es lo que vi.
Absolutamente nada.
Cuando regresé a casa y me reuní con los míos sentí su calor como un latigazo, y me pregunté cómo se abraza a un muerto, qué es lo que siente éste bajo tierra cuando escucha a sus hermanos y hermanas llorando por él.
Si encuentra consuelo.
Desde entonces no he vuelto a reconocer lo que era el amor físico. Ni he sabido fingirlo.
No existe redención tras la batalla.
Porque en medio de ese infierno no eres dueño de tus actos, y mientes si dices que lo haces por devoción, o por fe, o por amor…
Es mentira.
Mentira.
Peleas porque el instinto animal se apodera de ti, para ahuyentar el miedo, por puro egoísmo vital exento de gloria, de trascendencia o de honor.
Y si pudieras elegir te marcharías de allí antes de que todo se desatara, una vez dentro ya no puedes.
No eres libre.
Eres esclavo de aquello que en el fondo nos une y que constituye el principal motivo por el que nos destruimos los unos a los otros como lobos enloquecidos y hambrientos:
El espíritu de la cueva.
El hombre primitivo, el devorador egoísta al que no nos atrevemos a enfrentarnos individualmente.
Esa es la puta verdad.