Arquitecto, pintor y dibujante alemán, discípulo de George Grosz, del que heredó la consigna “Ataca, insulta y maltrata a la sociedad”, y marido de la poeta Unica Zürn, con quien compartió un mundo más vinculado al exceso que a la mutilación, Hans Bellmer es conocido, ante todo, por sus muñecas descuajeringadas.
Su obra, que podría englobarse bajo el único título de Die Puppe: Los crímenes del amor o Petite anatomie de l’inconscient, forma parte, desde siempre, del panteón surrealista.
Una noche de 1933, tras haber sido acusado de artista “degenerado” por el Tercer Reich, salió de Berlín con un maniquí de escaparate, técnicamente muy mejorado. Durante los cuarenta y dos años que siguieron, la muñeca no lo dejó jamás. Él, por su parte, no cesó de exacerbar, con la fe de un obsesivo, su propio amor fou. De ese idilio maquínico, que fue también un largo y metódico juego, subsisten hoy infinitas pruebas. La infatigable lucha contra la forma –para obligarla, quizá, a revelar un inconsciente corporal– se vuelve, en él, un estilo: la firma oscura de un artista del miedo.
“He tratado, tan sólo, de recomponer los elementos sexuales de un cuerpo de niña como si fuera una suerte de anagrama plástico”, dijo en una entrevista. Dijo bien: en su obra, todo apunta al tabú, al simulacro, al fetiche. La muñeca se vuelve objeto mágico, herida sin cuerpo, espectro ontológico que fomenta la angustia. En otras palabras, la muñeca se acerca temerariamente al “monstruo”, entendido éste como cuerpo in extremis, como despojo librado a su intemperie más cruda, una vez que el terror, que siempre es interior, se apodera de la escena.
Bellmer ilustró El Teatro de las Marionetas, de Kleist, y también los catorce poemas de Paul Éluard, titulados Jeux Vagues-La Poupée. Los artistas contemporáneos Cindy Sherman, Ellen Phelan, Michel Nedjar, Mike Kelley o Annette Messager retoman la fascinación con la muñeca allí donde Bellmer la dejó.
María Negroni, Pequeño mundo ilustrado
Su obra, que podría englobarse bajo el único título de Die Puppe: Los crímenes del amor o Petite anatomie de l’inconscient, forma parte, desde siempre, del panteón surrealista.
Una noche de 1933, tras haber sido acusado de artista “degenerado” por el Tercer Reich, salió de Berlín con un maniquí de escaparate, técnicamente muy mejorado. Durante los cuarenta y dos años que siguieron, la muñeca no lo dejó jamás. Él, por su parte, no cesó de exacerbar, con la fe de un obsesivo, su propio amor fou. De ese idilio maquínico, que fue también un largo y metódico juego, subsisten hoy infinitas pruebas. La infatigable lucha contra la forma –para obligarla, quizá, a revelar un inconsciente corporal– se vuelve, en él, un estilo: la firma oscura de un artista del miedo.
“He tratado, tan sólo, de recomponer los elementos sexuales de un cuerpo de niña como si fuera una suerte de anagrama plástico”, dijo en una entrevista. Dijo bien: en su obra, todo apunta al tabú, al simulacro, al fetiche. La muñeca se vuelve objeto mágico, herida sin cuerpo, espectro ontológico que fomenta la angustia. En otras palabras, la muñeca se acerca temerariamente al “monstruo”, entendido éste como cuerpo in extremis, como despojo librado a su intemperie más cruda, una vez que el terror, que siempre es interior, se apodera de la escena.
Bellmer ilustró El Teatro de las Marionetas, de Kleist, y también los catorce poemas de Paul Éluard, titulados Jeux Vagues-La Poupée. Los artistas contemporáneos Cindy Sherman, Ellen Phelan, Michel Nedjar, Mike Kelley o Annette Messager retoman la fascinación con la muñeca allí donde Bellmer la dejó.
María Negroni, Pequeño mundo ilustrado