Hacia la mitad de una novela se produce una especie de pensamiento mágico. Aclaremos antes que la mitad de la novela puede no hallarse en el centro geográfico real de la novela. Al decir “la mitad de la novela”, me refiero a cuando vas por esa página en la que dejas de formar parte de la casa y la familia y la pareja y de dedicarte a tus hijos y la compra del supermercado y la comida del perro y la lectura del correo; o sea, cuando no hay nada en el mundo salvo tu libro. Aun cuando tu mujer te diga que está acostándose con tu hermano, su cara es un enorme punto y coma, sus brazos son paréntesis, y tú te preguntas si “hurgar” es un verbo mejor que “escarbar”. Ese punto en la mitad de la novela es un estado de ánimo. Ocurren cosas extrañas. El tiempo se viene abajo. Te sientas a escribir a las nueve de la mañana, y en un abrir y cerrar de ojos están emitiendo el telediario de la noche y hay escritas cuatro mil nuevas palabras, más de las que escribirías en tres largos meses un año antes. Algo ha cambiado. Y no sólo en casa. Si sales a la calle, todo –y digo absolutamente todo– entra en tu novela como si tal cosa. Alguien en el autobús hace un comentario: sus palabras surgen directamente de tu novela. Abres el periódico, y sus artículos guardan relación directa con tu novela, del primero al último. Si tienes la suerte de que alguien esté esperando para publicar tu novela, ése es el momento en que llamas por teléfono, presa del pánico, e intentas adelantar la fecha de publicación porque no das crédito a la gran armonía que existe ahora entre el mundo y la novela, y si no se publica el martes que viene, tal vez pase el momento y tengas que suicidarte.
Zadie Smith, Cambiar de idea