Las luces de Tánger, a sus espaldas, pestañeaban como un gran monstruo con millones de ojos. Un monstruo furioso que los viera alejarse hacia otro continente, desertando, pero que no fuera capaz de echarse al mar por miedo al agua y protestara guiñando sus cientos de pestañas como un maleficio. Las casas blancas del zoco y los barrios altos de la medina eran ahora tan solo un puñado de accidentes difusos en medio de una enorme miniatura urbana. El monstruo les deseaba mala suerte, no hablaba pero descansaba atento junto a la costa, pendiente de que se materializara el mal de ojo.
Hassam sintió un gran picor en el tobillo izquierdo. Fue un picor violento. Levantó la pierna y se palpó la zapatilla. Como era de tela, se había calado por completo por el agua y la gasolina que encharcaban el suelo. Se quitó la zapatilla y debajo del calcetín, igualmente mojado, se rascó de forma violenta, hasta que casi sintió que sangraba. Era el tetractilo de plomo, el compuesto de la gasolina que causa quemaduras. El mismo compuesto que insistía en atacar sus pulmones cada vez que aspiraba. El tetractilo estaba haciendo mella en la embarcación: las toses se multiplicaban, y casi todos se habían tapado la boca con alguna prenda. También parecía tener efecto sedante para algunos, que, a pesar del trajín del viaje, comenzaban a rendirse al sueño.
Era imposible no hundir los pies en el charco. Hassam intentó buscar alguna postura para evitarlo, pero desistió finalmente: el hacinamiento impedía cualquier malabarismo. El charco tenía al menos tres dedos de profundidad, aunque iba y venía según los movimientos de la barca. Parecía como una lengua transparente, algo así como una culebra invisible que no fuera capaz de decantarse sólo por una presa y prefiriera inocular su veneno a todo el grupo.
—Ya estamos —después de mucho tiempo, Hassam volvió a oír al patrón. Su voz se había vuelto más cavernosa y gris—. Ya casi estamos.
Daniel Ruiz García, Moro