A las cinco de la tarde llegamos a Friburgo, la ciudad mágica. Soplaba un viento frío y las calles estaban recubiertas de nieve. Conseguí una habitación a buen precio en un hotel céntrico y desde la ventana de mi cuarto tenía una vista espectacular de la majestuosa catedral. Tras descargar mi mochila, salí a la calle y recorrí el casco antiguo de la ciudad. Se respiraba un clima universitario y la gente parecía muy cordial. Luego cené comida típica de la zona de un McDonald’s y regresé a mi habitación tratando de ordenar todo ese aluvión de sensaciones e ideas que me inundaban la mente. Abrí la ventana y me dejé envolver por la manta helada de la noche. Las gárgolas de la catedral me miraban fijamente y habían perdido toda esa inocencia estética que relucía por la tarde. Ahora parecían estar animadas y tenían un aspecto siniestro.
-¿Qué queréis? –pregunté.
-UUUUUU –contestó el viento.
¿Qué coño de respuesta era esa? Cerré la ventana y me puse a hojear mi guía. En la sección dedicada a Friburgo decía que era una de las tres ciudades mágicas de Europa y, según los más supersticiosos, por la noche se abría una especie de portal con el más allá. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Volví a abrir la ventana. Las gárgolas seguían mirándome con aspecto amenazador.
-Sé que vosotras abrís el portal que nos comunica con el más allá, ¿verdad?
-UUUUUU –contestó ese gilipollas del viento.
-Que os den.