Dostoievski, bloqueado sin blanca en el extranjero, redactó El eterno marido para conseguir una ayuda urgente de su editor; pero en el momento de echar al correo ese manuscrito en el que cifraba su última esperanza, descubrió que no tenía ni con qué pagar el envío. El grado de desesperación y de desamparo alcanzado por Baudelaire parece más negro aún: una tarde, hacia el final de su vida, el poeta se puso a calcular todo lo que le había reportado su pluma. Llegó a un total de quince mil ochocientos noventa y dos francos con sesenta céntimos; y el amigo que fue testigo de esta siniestra contabilidad comentó: “De modo que este gran poeta, este pensador terrible y delicado, este artista perfecto había ganado, en veintiséis años de labor, en torno a un franco con setenta céntimos diarios”.
Simon Leys, La felicidad de los pececillos. Cartas desde las antípodas