martes, mayo 24, 2011

El último buen beso, de James Crumley



La primera vez que oí hablar de este autor fue gracias a David González, que me regaló un libro suyo muy difícil de encontrar (y cuya lectura he ido aplazando por razones que ni yo mismo me explico; Uno que marque el paso, se titula). David conoció en persona a James Crumley hace muchos años, en Gijón. En 2008 falleció este autor y en España sólo se habían traducido dos novelas suyas. Hasta que RBA decidió editar su libro de culto: El último buen beso.

Este título contiene las coordenadas de la novela negra (mujeres fatales, detectives ahogados en alcohol, una búsqueda, pistolas y escopetas, algunas palizas de propina…), pero no es una novela al uso. Para empezar, al protagonista y narrador le encargan buscar a un escritor alcoholizado. Lo encuentra en las primeras páginas y entonces se hacen amigos y otra mujer le encarga buscar a su hija, que escapó de casa 10 años atrás. Ambos, el sabueso y el literato, se embarcan juntos en un viaje repleto de asfalto, litros de whisky, personajes indeseables, moteles polvorientos, conexiones con el cine porno más sucio y barato, e incluso un bulldog acostumbrado a beber cerveza. Pero no es ese giro para apartarse de lo convencional lo que seduce de Crumley, sino su manejo de la prosa: sus diálogos, la desesperanza del protagonista y la asimilación de su deprimente identidad y, en general, una narrativa que apuesta por la ironía, casi a la manera de Raymond Chandler, lo que te obliga a sonreír con frecuencia. Sirva de muestra este fragmento en el que, para seguir una posible pista, los personajes ven una peli amateur y pornográfica:

El argumento era de poco peso. Para empezar, una acción de segunda fila con un par de perritos de compañía totalmente anonadados, y luego algunos trabajos de primera división con ayuda del vecindario: el cartero, el lechero, dos empleados que venían a medir los contadores y un repartidor de colmado con restos de pancake en las arrugas. Entre los cinco sementales reunían tantas panzas cerveceras, rodillas nudosas, tatuajes emborronados, pies sucios y vergas torcidas que podrían haberse exhibido en una galería de monstruos. En el desenlace, tras formar un amontonamiento cuidadosamente calculado alrededor de la mesa de la cocina, parecían aún más apabullados que los perritos, con las caras desencajadas de dolor mientras Betty Sue se los trabajaba a todos juntos e intentaban correrse a la vez. La gente estaba muy colocada, y el equipo entero daba continuos traspiés por el plató, tropezaba contra los focos o zarandeaba la cámara, enfocando y desenfocando la imagen. Cuando se quedaron sin película, el suspiro de alivio fue casi audible. Aquella cinta era tan excitante como hacerse una paja en un viejo y mugriento calcetín.


[Traducción de Marta Pérez Sánchez]