Llegué a Zamora el Miércoles Santo, lo cual redujo mucho las posibilidades porque uno se ha perdido para entonces media Semana Santa. Este año me propuse varios objetivos. Por ejemplo, no ver ni un minuto de televisión: entre otras cosas, siempre programan las mismas películas en estas fechas; pero mi ambición era escaparme de los telediarios y su repertorio de tragedias y lugares comunes. Por ejemplo, no leer la prensa. No actualizar los blogs que administro. Conectarme a internet sólo una vez al día o cada dos días para comprobar la bandeja de correo electrónico, por si hubiera algo importante o urgente. Dormir un poco más de lo habitual. En suma, tratar de fugarme de la rutina. A cambio de esas renuncias, intenté empaparme de la ciudad: caminar por ahí, ir un rato al cementerio, frecuentar los bares y los pubs, comer bastantes productos de la tierra, atravesar Santa Clara en busca de mis familiares (en vacaciones no es necesario quedar con la familia: basta con salir un rato a la calle para encontrarla)… Pero alejarme de la pantalla del ordenador no supone que me alejara de los libros. Los libros nunca pueden faltar en mis rutinas ni en mis días de asueto. En cada parada en casa reunía las fuerzas suficientes, aunque estuviera cansado de estar por ahí, para leerme algún libro: leía a Don DeLillo, a Kenneth Cook o ese estudio de varios autores titulado `Tentativas sobre Beckett´. Este trote por la ciudad me ha sentado bien: llevaba unos meses apartado de la ronda de garitos y sometido a contactos exclusivamente literarios.
Ha sido una Semana Santa extraña. Y no me refiero a mi caso particular, sino en general. La lluvia ha mojado la ciudad y las túnicas de los cofrades, ha retrasado la salida de algunas procesiones y acortado los itinerarios de otras y nos ha ofrecido una estampa diaria un poco desapacible. Los hoteles no han llenado. Durante la mañana del Viernes Santo los bares y cafeterías y restaurantes de la zona de las Tres Cruces y aledaños sufrieron pérdidas. En la tele retransmitieron partidos de fútbol, que para mí son un peñazo, y tuve a los amigos distraídos con cada una de esas competiciones. El Día del Libro coincidió con el Sábado Santo y creo que es la primera vez que no he comprado alguna obra literaria en esa fecha. Y tampoco he ido a merodear por las librerías, a la caza. Dicen que los botellones de la madrugada del Viernes han tenido una participación masiva, pese a la lluvia: yo estuve por los bares próximos a Balborraz y ninguno registró el lleno total. ¿Dónde estaba la gente? Supongo que los más jóvenes en el botellón, y el resto en casa, lamentándose de la crisis y el mal tiempo. El Sábado Santo, a eso de las dos de la tarde, cayó un aguacero brutal que no tardó en convertirse en granizada brutal. Me hablaron de un garito que sirvió sopas de ajo incomibles porque estaban elaboradas con pan de molde y sin pimentón: por supuesto, no diré el nombre del local, porque no soy un soplón. Me hablaron de montones de churros que no han podido vender en las Tres Cruces. Semana Santa también es eso: salir a la calle y escuchar a la gente.
La última noche, cansados ya, caminando por la ciudad de regreso a casa, un colega y yo hicimos balance de esos días. Él dijo que esta vez estaba muy satisfecho: había visto a mucha gente y había podido reunirse con muchos amigos, algo que no sucedió en Navidades. Yo pensé lo mismo, le di la razón. Eso de los reencuentros no te lo quita ni la lluvia. Y es lo que de verdad importa.