Cuanto más utilizo las nuevas tecnologías para comunicarme, más reparo en que, aunque por un lado nos facilitan la comunicación y nos hacen ganar tiempo y nos ahorran dinero (sale más barato escribir un correo electrónico que llamar por el móvil), por el otro a veces aumentan los niveles de confusión entre emisor y receptor, de modo que, ya sea por las prisas, o porque las cosas se expresan de otra manera en los mensajes y correos (no estamos hablando de literatura y es costumbre responder un e-mail a una velocidad propia de la redacción del Daily Planet), o porque no vemos las reacciones de nuestro interlocutor ni escuchamos las inflexiones de su voz, al final, en vez de ayudar a comunicarnos, lo que hacemos es impedir el entendimiento entre nosotros.
Se dan bastantes malentendidos entre quienes se escriben correos o mensajes de móvil, o entre quienes se dejan avisos públicos de Facebook, o entre quienes se hacen comentarios en los blogs. Tengo ejemplos propios, experimentados por mí mismo. Y tengo muchos ejemplos de amigos y de familiares. En la literatura son frecuentes estos malentendidos. Llega un poeta y te dice que conoce a otro sólo por correo electrónico y que no guarda muy buena impresión de él, que le parece seco o parco en palabras cuando se han intercambiado misivas, pero luego se conocen en persona y, un rato después, ambos te hablan maravillas del otro. Cuando sólo te conocían por la foto del blog, a la hora de verte la cara en algún acto público, hay quien se sorprende: “Creí que eras un viejo”, “Creía que estabas gordo”, “Eres más joven de lo que pensé”, y frases por el estilo, son las que suele uno oír. Yo mismo las he dicho a menudo. Y, así, aquel que te parecía un impresentable en la foto de su web, a la hora de la verdad y de las cañas, que es cuando se conocen de verdad las personas (y se tantean sin pantallitas de por medio), te parece una bellísima persona. Cuando entre el emisor y el receptor se produce un fallo en la comunicación, y el mensaje verdadero no es comprendido por el segundo, es cuando empiezan los malentendidos y se da lo que, si la memoria no me falla, en Ciencias de la Información llamaban “un ruido”. Abundan los ruidos en nuestro uso de las nuevas tecnologías. A mí me ha sucedido incluso con mis propios familiares, con antiguos amigos, etcétera: respondes rápido, por falta de tiempo, o te expresas bruscamente, o eres tan honesto que se sorprenden, y en el mensaje de vuelta los notas ofendidos, te dicen que no les has comprendido (y es muy posible que, en efecto, así sea y ellos tengan razón), y al final uno intercambia varios mensajes para tratar de solucionar el ruido, el malentendido. Por teléfono eso no sucede.
Me decía un colega, hace unos meses: “¡Cuántos malentendidos solucionaríamos con una simple llamada de teléfono!”. ¡Y cuánta razón tiene!, añado yo. Soy consciente de que a algunas personas, generalmente mujeres, les parece que soy borde o que me ofendo con facilidad mediante la comunicación por correo electrónico. Alguna hasta me lo ha dicho: “A juzgar por tu último e-mail pensé que estabas enfadado”. Y no es así. Lo que ocurre es que, en mi caso, manejo grandes cantidades de información al día, y a menudo puedo alcanzar el centenar de correos electrónicos recibidos (y a veces han llegado a los doscientos: ya no sé si es mucho o poco), y muchas veces respondo sin tapujos, sin rodeos, a las bravas, e igual eso me hace parecer brusco, pero en absoluto ofendido o enfadado. Tal vez deberíamos dejarnos de tanto Twitter y tanto Facebook y tanto Hotmail y volver a charlar donde siempre: cara a cara y en la taberna.
El Adelanto de Zamora / El Norte de Castilla
Se dan bastantes malentendidos entre quienes se escriben correos o mensajes de móvil, o entre quienes se dejan avisos públicos de Facebook, o entre quienes se hacen comentarios en los blogs. Tengo ejemplos propios, experimentados por mí mismo. Y tengo muchos ejemplos de amigos y de familiares. En la literatura son frecuentes estos malentendidos. Llega un poeta y te dice que conoce a otro sólo por correo electrónico y que no guarda muy buena impresión de él, que le parece seco o parco en palabras cuando se han intercambiado misivas, pero luego se conocen en persona y, un rato después, ambos te hablan maravillas del otro. Cuando sólo te conocían por la foto del blog, a la hora de verte la cara en algún acto público, hay quien se sorprende: “Creí que eras un viejo”, “Creía que estabas gordo”, “Eres más joven de lo que pensé”, y frases por el estilo, son las que suele uno oír. Yo mismo las he dicho a menudo. Y, así, aquel que te parecía un impresentable en la foto de su web, a la hora de la verdad y de las cañas, que es cuando se conocen de verdad las personas (y se tantean sin pantallitas de por medio), te parece una bellísima persona. Cuando entre el emisor y el receptor se produce un fallo en la comunicación, y el mensaje verdadero no es comprendido por el segundo, es cuando empiezan los malentendidos y se da lo que, si la memoria no me falla, en Ciencias de la Información llamaban “un ruido”. Abundan los ruidos en nuestro uso de las nuevas tecnologías. A mí me ha sucedido incluso con mis propios familiares, con antiguos amigos, etcétera: respondes rápido, por falta de tiempo, o te expresas bruscamente, o eres tan honesto que se sorprenden, y en el mensaje de vuelta los notas ofendidos, te dicen que no les has comprendido (y es muy posible que, en efecto, así sea y ellos tengan razón), y al final uno intercambia varios mensajes para tratar de solucionar el ruido, el malentendido. Por teléfono eso no sucede.
Me decía un colega, hace unos meses: “¡Cuántos malentendidos solucionaríamos con una simple llamada de teléfono!”. ¡Y cuánta razón tiene!, añado yo. Soy consciente de que a algunas personas, generalmente mujeres, les parece que soy borde o que me ofendo con facilidad mediante la comunicación por correo electrónico. Alguna hasta me lo ha dicho: “A juzgar por tu último e-mail pensé que estabas enfadado”. Y no es así. Lo que ocurre es que, en mi caso, manejo grandes cantidades de información al día, y a menudo puedo alcanzar el centenar de correos electrónicos recibidos (y a veces han llegado a los doscientos: ya no sé si es mucho o poco), y muchas veces respondo sin tapujos, sin rodeos, a las bravas, e igual eso me hace parecer brusco, pero en absoluto ofendido o enfadado. Tal vez deberíamos dejarnos de tanto Twitter y tanto Facebook y tanto Hotmail y volver a charlar donde siempre: cara a cara y en la taberna.
El Adelanto de Zamora / El Norte de Castilla