“De ahí”, pensé hace unos días, “arranca mi aversión a las desapariciones”. No quiero nunca que desaparezca nadie, que nadie falte, ni siquiera los que han hecho daño o envenenan nuestro país. Más de una vez he comprobado con estupor cómo al morirse alguien a quien no tenía la menor simpatía ni aprecio, o que procuraba hacerme la vida imposible, lo he lamentado mucho más de lo que podía esperar, como si mi reacción fuera esta: “Sí, era un miserable dañino, pero era de antes. Estaba aquí desde que yo tengo memoria o desde hacía mucho, era parte del paisaje, se contaba con él, era parte del elenco y es un desastre que ya no esté”. Todos conocemos en mayor o menos grado esa sensación: nada nos descorazona tanto como descubrir que algo –aunque sea sin importancia– ha cambiado o desaparecido en una ciudad que hacía tiempo que no visitábamos o en el barrio de nuestra niñez, y nuestro pensamiento viene a ser “Esto me lo han cambiado”, con ese me tan significativo, porque lo sentimos como un atentado contra nuestro mundo en orden y nuestra memoria personal del lugar: una papelería convertida en un banco, un cine que ahora es una hamburguesería, un bonito edificio sustituido por un espanto arquitectónico… Y qué decir de las personas: uno se va dando cuenta de que la vida consiste en buena medida en ir sufriendo bajas a nuestro alrededor, y en desconcertarse y apenarse un rato, para luego reemprender la marcha por la carretera onírica, como Lilí y sus muñecos en número cada vez menor, con los benditos que nos van quedando, y que aún están.
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La sociedad actual ve cada vez más la enfermedad como una culpa, y el resultado máximo de esa enfermedad, la muerte, parece por tanto la culpa máxima. Va calando la idea de que el enfermo habrá hecho algo para ponerse enfermo, no se habrá cuidado lo bastante y no habrá llevado una vida suficientemente “sana”, como prescriben los Estados modernos, los cuales, en su cinismo rampante, llegan a reprochar a los “insalubres” el gasto que ocasionan con su necesidad de asistencia o el dinero que dejan de generar al estar de baja. Si a esto se añade que el enfermo muere en vez de recuperarse, entonces su desmán habrá sido absoluto: toda la inversión para nada, un dispendio inútil que no va a compensarse puesto que los muertos ya no producen ni consumen. Nadie lo reconoce a las claras, pero lo que se está llevando a cabo es la anatematización de los muertos, y esa es una de las cosas más graves que pueden sucederle a una sociedad, porque ellos son nuestra historia y nuestro pasado, es más, son parte de nuestra identidad y de nuestra vida.