viernes, noviembre 12, 2010

Punto omega, de Don DeLillo


La última novela de Don DeLillo es tan precisa, tan milimétricamente perfecta que casi asusta. Es más parecida a Cosmópolis que a El hombre del salto, y yo prefiero Cosmópolis. Se origina tras una experiencia del propio autor: un día entró en el MOMA y allí proyectaban Psicosis a la velocidad adecuada para que la película durase 24 horas. Aquello le permitió reflexionar sobre el tiempo, sobre cómo vemos las cosas a la velocidad normal y no somos capaces de identificar ciertos detalles que escapan al ojo; le sirvió para escribir una novela sobre dos hombres y una mujer en el desierto, recluidos en una cabaña, allá donde el tiempo “es ciego”, no parece avanzar, transcurre a otro ritmo, lejos de las ciudades. Ese tiempo muerto o ciego hace que uno sea capaz de lograr una introspección total que podría llevarlo al punto omega, es decir, el punto más alto de la consciencia.

DeLillo descompone el tiempo del mismo modo que el artista conceptual del MOMA descompuso Psicosis en fotogramas sin sonido y sin música, como no los hay en el desierto que habitan los personajes, donde el protagonista puede sentir el silencio incluso en las piedras. En 157 páginas hay espacio para otros temas: la guerra de Irak y cómo los estrategas adoptan otra realidad para la que no existen los mapas; el acto creativo en el cine, con ese personaje obsesionado con rodar un documental, un hombre al que la obsesión consume hasta la delgadez: Como. Pero toda la energía, todos los alimentos que ingiero los absorbe la película –le dije–. Al cuerpo no le llega nada; la diferencia entre la naturalidad del desierto y la artificialidad de las ciudades; las obsesiones de la pantalla que uno puede acabar haciendo suyas… Y, sobre todo, la muerte y el pasado: La infancia es vida perdida y reclamada segundo por segundo. No quiero desvelar más porque al lector le esperan unas cuantas sorpresas si está atento a los pequeños detalles que enlazan esa especie de prólogo y de epílogo con el resto de la narración. Aconsejo leer el análisis, siempre lúcido y revelador, de Vicente Luis Mora:
en este post. Ahí van unas cuantas perlas del libro, en traducción magnífica de Ramón Buenaventura:

La verdadera vida no es reducible a palabras habladas ni escritas, por nadie, nunca. La verdadera vida ocurre cuando estamos solos, pensando, sintiendo, perdidos en el recuerdo, soñadoramente conscientes de nosotros mismos, los momentos submicroscópicos. Lo dijo más de una vez, Elster, de más de un manera. Su vida ocurría, dijo, cuando estaba ahí sentado mirando una pared vacía, pensando en la cena.
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Yo casi lo creía cuando me decía tales cosas. Decía que hacíamos eso todo el tiempo, todos nosotros, llegamos a ser nosotros mismos por debajo del fluir de los pensamientos y las imágenes apagadas, preguntándonos ociosamente cuándo moriremos. Así es como vivimos y pensamos, sepámoslo o no. Son los pensamientos sin clasificar que tenemos mientras miramos por la ventanilla del tren, pequeñas manchas apagadas de pánico meditativo.
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Cuanto menos había que ver, más se esforzaba y más veía. Ahí estaba la cuestión. Ver lo que hay, finalmente mirar y saber que está uno mirando, sentir el paso del tiempo, estar vivo a lo que ocurre en los más pequeños registros del movimiento.
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Las ciudades se construyeron para medir el tiempo, para apartar el tiempo de la naturaleza. Hay una interminable cuenta atrás. Cuando retiras todas las superficies, cuando miras dentro, lo que queda es el terror. Esto es lo que se supone que la literatura debe curar. Los poemas épicos, los cuentos para dormir.
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Si lo revelas todo, si desnudas todos tus sentimientos, pidiendo comprensión, pierdes algo fundamental para tu noción de ti mismo. Necesitas saber cosas que los demás no saben. Lo que los demás no saben es lo que te permite conocerte a ti mismo.
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En el cine el rostro es el alma.


[Traducción de Ramón Buenaventura]