Probablemente, los dos años más intensos de mi vida fueron los que pasé en ese hospital de una gran ciudad. Allí vi desfilar a la sociedad humana, desde mendigos a gente rica, desde prostitutas a soldados americanos procedentes de Vietnam y víctimas de la heroína. En el servicio de urgencias encuentras los extremos de la vida humana, el dolor, la agonía, los estados patológicos o traumáticos. Esto explica por qué la profesión médica es tan conservadora: vive en un mundo espantoso. Y uno acaba por construir mecanismos para enfrentarse a esos miedos. Es muy difícil enfrentarse cada día a la idea de la muerte. Recuerdo una experiencia que me hizo comprender la función del sueño. Una noche se produjo un terrible accidente de tráfico en el que perdieron la vida cinco jóvenes. Una chica herida de gravedad llegó todavía viva al hospital para morir allí unos minutos después de haber ingresado. Era un espectáculo dantesco. Todos habíamos trabajado mucho; luego me fui a acostar y, a la mañana siguiente, me sorprendió que esta experiencia tan terrible no me hubiera afectado profundamente, que formara parte de mi trabajo. Nueve meses más tarde tuve una pesadilla horrible y reviví esa noche. Necesité todo este tiempo para afrontar el choque. Cuando se trabaja en el hospital, se tiene tendencia a apartar toda conciencia de sufrimiento. Es un mecanismo de defensa sin el cual te puedes volver loco. Es cierto –ahora lo sé– que el interés presente en mis películas hacia la agresión, la violencia y la muerte tiene sus raíces en mi experiencia médica.
[Extraído del libro Pequeño planeta cinematográfico, de Michel Ciment]