Esta película, no estrenada en España, la ha recomendado Jordi Costa en varias ocasiones. Al fin me hice con una copia y es cierto: se trata de una agradable sorpresa. Un filme que tiene más de drama que de comedia. No me resisto a contar parte del argumento, ya que ahí (y en su guión) se encuentra su mejor baza. Robin Williams interpreta a Lance, un profesor que, en sus horas libres, se dedica a escribir. Pero nunca ha logrado publicar nada y las cartas de rechazo se acumulan en su mesa. Vive con su hijo, un adolescente cabrón que no le tiene respeto, que está obsesionado con el sexo y al que todo el mundo desprecia por su carácter. Cuando su hijo fallece durante una de sus sesiones de masturbación por asfixia, Lance lo maquilla para que parezca un suicidio y no una muerte accidental. Y, además, escribe una carta de despedida. Y esa carta es filtrada desde la policía a la prensa de la escuela. Cuando profesores y alumnos leen la emotiva carta, el hijo se convierte en un ídolo póstumo, una especie de Kurt Cobain secreto del que las chicas hacen camisetas. A partir de ahí, Lance tendrá que hacer equilibrios para conservar esa impostura, llegando incluso a publicar un falso diario de su hijo (pero escrito por él, de modo que finalmente logra su sueño: publicar). Lo más interesante de este largometraje es que supone una reflexión sobre el poder que tiene la muerte (y las palabras) para ensalzar a quien antes se odiaba o a quien no se respetaba lo suficiente. Robin Williams se convierte, así, en una especie de Cyrano que escribe no para que un caballero enamore a una mujer, sino para que un muerto siga alimentando la fascinación del pueblo.