Lo primero que pensé fue:
se ha muerto solo
(acompañar en la muerte
es el mejor bálsamo
para la culpa)
Lo segundo que pensé:
no me ha devuelto
mi última llamada
(nunca nos planteamos
que el deseo de independencia
también puede ser hereditario)
Lo tercero: ya no tengo padres
(y al mirar atrás descubrí
que hace ya mucho tiempo
que ninguna mano
sujeta la bici que monto)
Ahora no puedo dejar de pensar:
padre, yo no estoy muerta
pero también me pierdo muchas cosas.
Ya no estoy enfadada contigo.
Cada vez que te pienso
es domingo por la mañana.
Me llevas sobre los hombros
y yo sé que vas a invitarme
a un batido de chocolate
en el bar de la barra de zinc.
Después tu mano grande se abrirá
frente a mis ojos, y me mostrará el tesoro:
una chapa de mirinda y otra de pepsi.
Cuarenta años para descubrir
que allí estaba todo ya dicho.
Ana Pérez Cañamares, El Tejedor en… Madrid