En un mundo donde las putas mueren como grandes señoras y las grandes señoras como pobres putas, ya nada me sorprende. Haber perdido el talento es como a quien se le caen dos euros por un registro de la lluvia y tampoco me sorprende mi resignación. Si el cielo me quiso hacer una jugarreta del destino, habrá que coger al destino como a una gallina y, después de cortarle el cuello, desplumarlo por si quedara alguna pluma dorada. Pero ya no creo en las plumas doradas ni en el destino. Nada más creo en la iniquidad de la vidad, en su nocturnidad y alevosía.
Hoy he estado en el cementerio, donde había pequeñas tumbas. Niños muertos a los que el destino con su pluma les cortó el cuello. Envidié el silencio y la paz de los sepulcros, porque como morada última, creo que es lo único que el hombre ha hecho bien. Si perdiese la vida mañana, descalza y sin ropa, caminaría tranquila hacia la paz de los callados. El poder igualatorio de la muerte es devastador. Mi talento se diluiría como una gota de tinta en un vaso de agua y ya jamás me preocuparía el camino a casa. Las palomas no picotearían mis ventanas con sus diminutos ojos negros de alfiler y los niños no llorarían al nacer. Al mundo venimos desnudos y así de él me quisiera ir, tal y como llegué, sin pretensiones ni ambiciosas historias que siempre acaban en el váter de un pub vomitando. Ya no tendría lágrimas y podríamos cambiarlas por unas cuantas gotas de lluvia navegables que nos llevaran hasta donde marca la flecha. En un mundo donde la gomina y un traje es prerrogativa de distinción, yo me cago en los mortales de doble moral.
Lucía Fraga, de su blog Nostalgia del acero
Hoy he estado en el cementerio, donde había pequeñas tumbas. Niños muertos a los que el destino con su pluma les cortó el cuello. Envidié el silencio y la paz de los sepulcros, porque como morada última, creo que es lo único que el hombre ha hecho bien. Si perdiese la vida mañana, descalza y sin ropa, caminaría tranquila hacia la paz de los callados. El poder igualatorio de la muerte es devastador. Mi talento se diluiría como una gota de tinta en un vaso de agua y ya jamás me preocuparía el camino a casa. Las palomas no picotearían mis ventanas con sus diminutos ojos negros de alfiler y los niños no llorarían al nacer. Al mundo venimos desnudos y así de él me quisiera ir, tal y como llegué, sin pretensiones ni ambiciosas historias que siempre acaban en el váter de un pub vomitando. Ya no tendría lágrimas y podríamos cambiarlas por unas cuantas gotas de lluvia navegables que nos llevaran hasta donde marca la flecha. En un mundo donde la gomina y un traje es prerrogativa de distinción, yo me cago en los mortales de doble moral.
Lucía Fraga, de su blog Nostalgia del acero