POR QUÉ LOS CONSEJOS NO SIRVEN DE NADA
El gran poeta A. G. me brindó en una ocasión un excelente consejo, al que yo, como es lógico, no hice el más mínimo caso; y es que los consejos, por lo general, no sirven de nada, porque uno no los entiende más que a toro pasado. Aquella vez, yo le había llevado unas cuantas cuartillas llenas de versos, y él me reconvino con severidad:
-Nunca, y entiéndelo bien: nunca, nunca deberías dejar a nadie leer un trabajo inédito.
Lo que yo pensé, claro, fue que el escritor consagrado sabía tanto de letras como de regates, y que acababa de darme un pase de pecho para librarse del joven y molesto aprendiz.
Al día siguiente, le conté mi desgracia a un amigo. Él, que como yo, también andaba enredado con los líos del escribir y el publicar, se ofreció amablemente a leer mis poemas, darme su opinión y corregir lo que hiciera falta. Le entregué los papeles, confiado.
Una semana después, coincidimos en la librería Padre Isla, en la presentación de una nueva revista de poesía.
-¿Qué tal los poemas? ¿Había mucho que corregir? –pregunté, ansioso.
-No, bueno… en realidad sólo he hecho una corrección –confesó, entregándome un ejemplar de la revista que se presentaba, abierto por la página 25.
Allí estaban mis versos. Ciento cincuenta versos de rima libre, hablando del tiempo que huye y esas cosas de poetas. Y, en efecto, tan sólo había una enmienda: en lugar de mi nombre, aparecía el suyo, Toni Martínez.
Aquella noche comenzó a fraguarse la leyenda del “poeta aullador”, también conocido en el mundillo como Farinelli o Antonio el de los huevos, desde entonces. La broma, en total, me salió por quince mil duros –a mil por golpe, hasta que me pararon–, y dos semanas de arresto menor. Como declaré ante el juez, lo cierto es que estoy bastante arrepentido, en especial de no haber hecho caso a Gamoneda y haber inscrito la obra en el Registro de la Propiedad Intelectual, aunque de lo que de verdad me arrepiento es de no haberle dado más fuerte a Farinelli, porque luego ya no ha habido manera de volver a encontrarlo.
El gran poeta A. G. me brindó en una ocasión un excelente consejo, al que yo, como es lógico, no hice el más mínimo caso; y es que los consejos, por lo general, no sirven de nada, porque uno no los entiende más que a toro pasado. Aquella vez, yo le había llevado unas cuantas cuartillas llenas de versos, y él me reconvino con severidad:
-Nunca, y entiéndelo bien: nunca, nunca deberías dejar a nadie leer un trabajo inédito.
Lo que yo pensé, claro, fue que el escritor consagrado sabía tanto de letras como de regates, y que acababa de darme un pase de pecho para librarse del joven y molesto aprendiz.
Al día siguiente, le conté mi desgracia a un amigo. Él, que como yo, también andaba enredado con los líos del escribir y el publicar, se ofreció amablemente a leer mis poemas, darme su opinión y corregir lo que hiciera falta. Le entregué los papeles, confiado.
Una semana después, coincidimos en la librería Padre Isla, en la presentación de una nueva revista de poesía.
-¿Qué tal los poemas? ¿Había mucho que corregir? –pregunté, ansioso.
-No, bueno… en realidad sólo he hecho una corrección –confesó, entregándome un ejemplar de la revista que se presentaba, abierto por la página 25.
Allí estaban mis versos. Ciento cincuenta versos de rima libre, hablando del tiempo que huye y esas cosas de poetas. Y, en efecto, tan sólo había una enmienda: en lugar de mi nombre, aparecía el suyo, Toni Martínez.
Aquella noche comenzó a fraguarse la leyenda del “poeta aullador”, también conocido en el mundillo como Farinelli o Antonio el de los huevos, desde entonces. La broma, en total, me salió por quince mil duros –a mil por golpe, hasta que me pararon–, y dos semanas de arresto menor. Como declaré ante el juez, lo cierto es que estoy bastante arrepentido, en especial de no haber hecho caso a Gamoneda y haber inscrito la obra en el Registro de la Propiedad Intelectual, aunque de lo que de verdad me arrepiento es de no haberle dado más fuerte a Farinelli, porque luego ya no ha habido manera de volver a encontrarlo.