lunes, abril 19, 2010

La pesca de la trucha en América, de Richard Brautigan



El otoño se llevaba consigo (como la montaña rusa de una planta carnívora) el oporto y a la gente que bebía ese vino oscuro y dulzón, gente que desapareció hace tiempo, exceptuándome a mí.
Atentos siempre a la llegada de la policía, bebíamos en el lugar más seguro que supimos encontrar, el parque que había frente a la iglesia.
Había tres álamos en el centro del parque, y una estatua de Benjamin Franklin frente a los árboles. Allí nos sentábamos a beber oporto.
En casa, mi mujer estaba embarazada.
Cuando acababa de trabajar llamaba a casa por teléfono y decía “tardaré un poco en llegar. Voy a echar un trago con unos amigos”.
Los tres nos apretujábamos en el parque para hablar. Ellos dos eran artistas derrotados de Nueva Orleans, donde pintaban retratos de los turistas en Pirate’s Alley.
Ahora, en San Francisco, con el frío viento otoñal sobre ellos, habían decidido que el futuro sólo ofrecía dos direcciones: o bien abrían un circo de pulgas o se hacían internar en un manicomio.
Y de eso hablaban mientras bebían vino.


[Nota: El texto original va alineado a la izquierda; lo mantengo tal y como lo han publicado]
[Traducción de Pablo Álvarez Ellacuria]