Algo que sí he aprendiendo escribiendo es a decepcionarme. A decepcionarme con el aire, con las cosas, conmigo mismo. Con los demás. Este oficio, cuando operas a mi nivel ―al nivel del mindundi, del amateur, del dominguero casi― es de los más frustrantes y aburridos del mundo. Hace unas entradas decía que era sagrado, pero lo sagrado también cansa y hay que vacunarse, pasar el sarampión de los fracasos para generar unos saludables anticuerpos del escepticismo. O aprender a hostias. Y yo me he llevado unas cuantas. Me las sigo llevando. Ahora es, ante todo, una cuestión de elegancia. No de gritar «¡hijos de puta!» y buscarte nuevos aquelarres en los que despotricar hasta altas horas de la madrugada con gente que no te perdonará que des un paso ―da igual si delante, o detrás o al lado― que no entre en su guión. Un paso que les diga que no eres suyo. Los celos entre amantes son chungos, pero entre aspirantes a escritores son chungos y surrealistas y te hacen echar de menos la tradición del duelo a espada. O algo así. La cosa es elegancia. Es salir echando leches elegantemente y decirles que en esta no te van a coger vivo. Que va a ser que no. Que NO, y es todo (esto y que en un Día del Libro me apetece echar algo de mierda y púias ya que no puedo echar algunas páginas. Agur.)
Javier Esteban, de su blog El noble arte de hacer enemigos
Javier Esteban, de su blog El noble arte de hacer enemigos