Tengo tanta estima a cuanto hace Clint Eastwood que ha logrado que vaya al cine a ver una película de deporte. Pero sería injusto (y falso) catalogarla dentro de ese género. A Eastwood, como siempre, le interesa el ser humano; le interesan sus errores, sus aciertos y su manera de afrontar los dilemas morales. Lo que cuenta en Invictus (amén de recrear un pasaje de la historia reciente) es la evolución de los personajes. Hasta dónde están dispuestos a llegar para alcanzar sus metas.
Los últimos tramos de la trayectoria de Clint Eastwood como director los encuadro en dos tipos de película: buenas (Banderas de nuestros padres, Space Cowboys, Deuda de sangre) o magistrales (Gran Torino, El intercambio, Cartas desde Iwo Jima, Million Dollar Baby, Mystic River). Invictus pertenece a la primera categoría. Todo es correcto y emocionante en algunas secuencias, pero el conjunto no impacta tanto como otros títulos. Para empezar, porque ya no es un drama. Y no hay personajes torturados, sino hombres con el afán de dignificar a su país mediante el deporte. El deporte une a las personas (al menos a las del mismo equipo), y eso se refleja a la perfección en la pantalla.
Invictus es una gran película (aunque no es extraordinaria). Eastwood no se contenta con hacer el clásico filme con trasfondo de deporte y por eso nos sorprende con algunas decisiones, que no veo que los críticos hayan señalado. Para empezar, introduce la elipsis en los momentos que otros cineastas con menos talento o más acomodados aprovecharían hasta el cansancio: el espectador no ve la escena en la que Mandela (un sensacional Morgan Freeman) pide a Pienaar (Matt Damon, cada día mejor actor) que gane la Copa para Sudáfrica; no asiste al clásico discurso del capitán del equipo, en plan Henry V o Braveheart, y a lo sumo oímos algunas frases sueltas con las que trata de motivarlos (pero repito: nunca oímos ese gran discurso que no falla en toda película que incluya elementos deportivos en su trama); y tampoco verá la tópica escena de la víspera del partido en la que los personajes rezan o no concilian el sueño. En los últimos minutos del partido final utiliza la cámara lenta y potencia los sonidos de los jugadores durante la melé (los resoplidos, las suelas hundiéndose en el campo, el choque de la carne, la fricción), dándole una dimensión épica y heroica al juego. Pero es su retrato de Mandela, su naturalidad para contarnos una historia y su análisis sobre el perdón lo que dota a la película de su sello personal. [¿Volveré a verla? Por supuesto, me la compraré en dvd].