Para cualquiera que se haga preguntas sobre la vida de Jack Kerouac o su impacto en la literatura con la publicación de On the Road, este libro ofrece muchas respuestas, pues, escrito al alimón por Lawrence Lee y Barry Gifford (un escritor cuyas novelas, antaño, me apasionaban: La historia de Sailor y Lula a.k.a. Corazón salvaje, Perdita Durango, La vida desenfrenada de Sailor y Lula, Gente nocturna), en gran parte recoge las declaraciones de las personas que pulularon junto a Kerouac, de tal manera que tenemos testimonios de primera mano de Allen Ginsberg, Gregory Corso, Carolyn Cassady, John Clellon Holmes, Gore Vidal o William S. Burroughs. Un libro, a mi juicio, clave para entender mejor al hombre, su declive y su obra. Por ejemplo, veamos lo que cuenta David Amram:
Cuando bebía disfrutaba mucho, pero sabía que se estaba matando y que era malo para él, y que lo hacía porque era muy tímido y porque el alcohol mataba su timidez y aliviaba su dolor. Paradójicamente, el dolor y las presiones provenían de licenciados en literatura inglesa frustrados, ofendidos por su estilo de vida no literario.
Esos tipos se acercaban y lo acosaban. Recuerdo a uno de ellos en la plaza Sheridan de Greenwich Village, después de la publicación de On the Road. Llevaba un gran mostacho al estilo del coronel Blimp. Rondaba la cincuentena y llevaba un gran emblema de la Liga Ivy, un abrigo de tweed soberbio, pantalones Oxford grises, mocasines recién abrillantados con borlas y los calcetines le habían costado, probablemente, más de veinticinco dólares. Muy distinguido, parecía como el ejecutivo modelo de la revista Esquire. Y decía: “¿Dónde está ese jodido Jack Kerouac? Quiero conocer a ese bastardo. No sabe escribir. Esa mierda no es literatura. Cualquier estudiante de instituto… Mierda, no utiliza puntos ni comas. ¡Puto bastardo! ¡Quiero saber dónde se esconde ese retrasado mental!” Gritaba como un lunático, esperando que alguno de los habituales de la plaza Sheridan le presentara a Jack Kerouac para mantener con él un fantástico duelo literario durante tres días al estilo de Ernest Hemingway. Y lo paradójico es que Jack era una persona muy leída. Sabía mucho de Céline, Rimbaud, todo tipo de poetas, historia de Francia, música… Estaba al tanto de todo. Era increíblemente intelectual, literario y espiritual, pero no creía que ser una persona ilustrada significara tener que actuar como si poseyera el secreto de la bomba atómica literaria, o fuera a borrar a todo el mundo de la faz de la tierra si se le acercaban demasiado para tratar de saber lo que él sabía.
Cuando bebía disfrutaba mucho, pero sabía que se estaba matando y que era malo para él, y que lo hacía porque era muy tímido y porque el alcohol mataba su timidez y aliviaba su dolor. Paradójicamente, el dolor y las presiones provenían de licenciados en literatura inglesa frustrados, ofendidos por su estilo de vida no literario.
Esos tipos se acercaban y lo acosaban. Recuerdo a uno de ellos en la plaza Sheridan de Greenwich Village, después de la publicación de On the Road. Llevaba un gran mostacho al estilo del coronel Blimp. Rondaba la cincuentena y llevaba un gran emblema de la Liga Ivy, un abrigo de tweed soberbio, pantalones Oxford grises, mocasines recién abrillantados con borlas y los calcetines le habían costado, probablemente, más de veinticinco dólares. Muy distinguido, parecía como el ejecutivo modelo de la revista Esquire. Y decía: “¿Dónde está ese jodido Jack Kerouac? Quiero conocer a ese bastardo. No sabe escribir. Esa mierda no es literatura. Cualquier estudiante de instituto… Mierda, no utiliza puntos ni comas. ¡Puto bastardo! ¡Quiero saber dónde se esconde ese retrasado mental!” Gritaba como un lunático, esperando que alguno de los habituales de la plaza Sheridan le presentara a Jack Kerouac para mantener con él un fantástico duelo literario durante tres días al estilo de Ernest Hemingway. Y lo paradójico es que Jack era una persona muy leída. Sabía mucho de Céline, Rimbaud, todo tipo de poetas, historia de Francia, música… Estaba al tanto de todo. Era increíblemente intelectual, literario y espiritual, pero no creía que ser una persona ilustrada significara tener que actuar como si poseyera el secreto de la bomba atómica literaria, o fuera a borrar a todo el mundo de la faz de la tierra si se le acercaban demasiado para tratar de saber lo que él sabía.
[Traducción de Juan Mari Madariaga]
[Nota: acabo de comprobar que este es el post nº 5.000 de este blog; me ha gustado la coincidencia: con un libro sobre Kerouac]