La cercanía de la navidad trajo a su cabeza el recuerdo de sus familiares: el olor a tabaco de su padre, los sabios consejos de su madre y los tiernos abrazos de su hija de tres años. Los sentía tan lejos que era como si no existieran, el recuerdo de sus caras era más difuso según pasaban los meses. Arrastraba su infierno añorando el calor de Cuba, las sesiones de salsa en La Casa de la Música, las mañanas de domingo en el Callejón de Hamel con sus fiestas afrocubanas en medio de los coloridos murales de Salvador, las fachadas ajadas con sus ventanas y puertas abiertas a las miradas curiosas de los turistas tontos, los sones de miel de Compay Segundo, las abuelas sentadas en el porche fumando sus grandes puros, los viejos Chevrolets pasados de millas y aparcados en las aceras, las olas saltando por encima de los vehículos en el Malecón, los helados de la calle 25 donde se rodó la película “Fresa y Chocolate”, las noches tropicales de ron y mojitos, y sobre todo su niña... Si tuviera a su hija a su lado todo sería más llevadero, pero la vida es cruel con los que están acostumbrados a sufrir.