Si un libro va precedido de un prólogo de Rodrigo Fresán, conviene comprarlo. Cuando encontré este volumen en la sección de novedades, no sabía quién era Mark Oliver Everett, ni me sonaba el nombre de su banda, Eels (aunque luego he sabido que conocía algunas canciones). Mr. E, uno de los nombres con los que se le conoce, es hijo de Hugh Everett, autor de la teoría de los universos paralelos.
Dice Fresán que, en Inglaterra, Cosas que los nietos deberían saber “fue recibido como el mejor libro de autoayuda que no intenta ayudar a nadie pero que lo consigue sin proponérselo”. La explicación es sencilla: Everett ha afrontado un montón de calamidades y tragedias, y ha empleado el sufrimiento en la creatividad. Y cuando digo un montón no exagero: es el último de su estirpe; encontró el cadáver de su padre en la cama; su hermana, que había pasado por fases de alcoholismo y drogadicción, que fue violada y tuvo novios bastante chiflados, intentó suicidarse varias veces, y lo consiguió en el baño de casa, ingiriendo pastillas; su madre murió de cáncer de pulmón; una de sus tías iba en el avión que, en el 11-S, se estrelló contra el Pentágono; algunos de sus amigos y un tipo de la banda también murieron jóvenes; y siempre tuvo novias locas que acababan abandonándolo. Con estas premisas, no es raro que E. pensara en suicidarse ni que creyera que iba a durar poco. Pese a esas tragedias, el tipo supo sacar partido al dolor para componer canciones y llevar a su banda hacia el éxito.
En 200 páginas, Everett cuenta su vida, cómo logró sacar adelante sus discos, lo raro que era de niño y sus relaciones familiares. El libro está dedicado a sus padres y a su hermana y contiene sentencias como ésta: Estamos todos bien jodidos, pienso, y no hay mayor verdad que ésa. Todos tenemos alguna historia bien jodida en nuestras vidas, y no hay nadie viviendo el cuento de hadas que la tele nos hizo creer que viviríamos de mayores cuando éramos pequeños. Conviene leerlo y luego buscar las canciones mencionadas en Spotify. Me ha gustado su visión: ver esperanza tras la tragedia, hablar de la vida contando historias sobre la muerte. Y vamos con una parte del comienzo:
Verano de 1982. Ese calor repugnante, húmedo, pegajoso con el que la espalda de la camisa se empapa con sólo salir a dar una vuelta con el coche. Al novio de mi hermana Liz se le cruzaron los cables una noche en la cocina de casa y me atacó con un cuchillo de carnicero. Poco después, Liz intentó suicidarse, la primera de una larga lista de tentativas. Se tragó un puñado de pastillas. El corazón se le paró justo cuando llegábamos al hospital, pero consiguieron reanimarla.
Poco después de todo aquello, Liz y mi madre salieron de viaje para ir a ver a unos parientes y yo encontré el cadáver de mi padre, tendido de lado sobre su cama, vestido como siempre con camisa y corbata y con los pies rozando el suelo, como si simplemente se hubiese sentado para morir, a sus cincuenta y un años. Intenté aprender cómo se practica la reanimación cardiorespiratoria con la operadora del servicio de emergencias mientras cargaba con el cuerpo ya rígido de mi padre por el dormitorio. Se me hacía raro tocarle. Que yo recordase, era la primera vez que teníamos contacto físico, si exceptuamos alguna que otra quemadura de cigarrillo que me había llevado al intentar escurrirme por su lado en el estrecho pasillo.
Dice Fresán que, en Inglaterra, Cosas que los nietos deberían saber “fue recibido como el mejor libro de autoayuda que no intenta ayudar a nadie pero que lo consigue sin proponérselo”. La explicación es sencilla: Everett ha afrontado un montón de calamidades y tragedias, y ha empleado el sufrimiento en la creatividad. Y cuando digo un montón no exagero: es el último de su estirpe; encontró el cadáver de su padre en la cama; su hermana, que había pasado por fases de alcoholismo y drogadicción, que fue violada y tuvo novios bastante chiflados, intentó suicidarse varias veces, y lo consiguió en el baño de casa, ingiriendo pastillas; su madre murió de cáncer de pulmón; una de sus tías iba en el avión que, en el 11-S, se estrelló contra el Pentágono; algunos de sus amigos y un tipo de la banda también murieron jóvenes; y siempre tuvo novias locas que acababan abandonándolo. Con estas premisas, no es raro que E. pensara en suicidarse ni que creyera que iba a durar poco. Pese a esas tragedias, el tipo supo sacar partido al dolor para componer canciones y llevar a su banda hacia el éxito.
En 200 páginas, Everett cuenta su vida, cómo logró sacar adelante sus discos, lo raro que era de niño y sus relaciones familiares. El libro está dedicado a sus padres y a su hermana y contiene sentencias como ésta: Estamos todos bien jodidos, pienso, y no hay mayor verdad que ésa. Todos tenemos alguna historia bien jodida en nuestras vidas, y no hay nadie viviendo el cuento de hadas que la tele nos hizo creer que viviríamos de mayores cuando éramos pequeños. Conviene leerlo y luego buscar las canciones mencionadas en Spotify. Me ha gustado su visión: ver esperanza tras la tragedia, hablar de la vida contando historias sobre la muerte. Y vamos con una parte del comienzo:
Verano de 1982. Ese calor repugnante, húmedo, pegajoso con el que la espalda de la camisa se empapa con sólo salir a dar una vuelta con el coche. Al novio de mi hermana Liz se le cruzaron los cables una noche en la cocina de casa y me atacó con un cuchillo de carnicero. Poco después, Liz intentó suicidarse, la primera de una larga lista de tentativas. Se tragó un puñado de pastillas. El corazón se le paró justo cuando llegábamos al hospital, pero consiguieron reanimarla.
Poco después de todo aquello, Liz y mi madre salieron de viaje para ir a ver a unos parientes y yo encontré el cadáver de mi padre, tendido de lado sobre su cama, vestido como siempre con camisa y corbata y con los pies rozando el suelo, como si simplemente se hubiese sentado para morir, a sus cincuenta y un años. Intenté aprender cómo se practica la reanimación cardiorespiratoria con la operadora del servicio de emergencias mientras cargaba con el cuerpo ya rígido de mi padre por el dormitorio. Se me hacía raro tocarle. Que yo recordase, era la primera vez que teníamos contacto físico, si exceptuamos alguna que otra quemadura de cigarrillo que me había llevado al intentar escurrirme por su lado en el estrecho pasillo.