En mis cartas de solicitud de empleo no había mentido, pero tampoco había dicho toda la verdad. Habrían palidecido si hubiera relatado todos los hechos: “Estimado Sr.:”, pensé, “Le escribo para solicitar un puesto de trabajo para un ladrón especializado en allanamientos, estafas, falsificación y robo de coches; también tengo experiencia como atracador a mano armada y chulo, así como en falsificación de documentos, entre otras cosas. Empecé a fumar marihuana a los doce años (en los años cuarenta) y a pincharme heroína a los dieciséis. No tengo experiencia con el LSD y el speed. Se hicieron populares después de mi encarcelamiento. He sodomizado a jovencitos guapos y homosexuales afeminados (pero sólo mientras he estado encerrado y apartado de las mujeres). En el lenguaje de las cárceles, reformatorios y demás pozos de mierda (algunos de lujo), soy un cabrón, y no lo digo en el sentido literal. En mi mundo, el término, tal y como yo lo uso, sirve para alardear de ser el puto jefe, un virtuoso del delito. Por supuesto, por ser un cabrón en ese mundo, soy una basura en el suyo. ¿Me contrata?”.
Edward Bunker, No hay bestia tan feroz
Edward Bunker, No hay bestia tan feroz