Para mi gusto, una de las mejores comedias de Woody Allen de los últimos años, que comparte con Desmontando a Harry un humor negro y destructivo, encarnado aquí por el nuevo álter ego del actor/director: Larry David, pura verborrea y mala leche. Es una película en la que se parte de tópicos (se habla mucho de ellos en el guión) para, poco a poco, desmontarlos, romperlos, darles la vuelta: la mujer reprimida, piadosa y de derechas, que acaba descubriendo sus talentos sexuales y artísticos; el amargado protagonista, proclive a liarse con mujeres totalmente diferentes a su manera de ser y de comportarse, pese a sus diatribas en contra de ellas; el marido que llega del pueblo a Nueva York para descubrir su verdadero yo...
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Aunque Larry David y, en general, el resto del reparto (y, sobre todo, Ed Begley Jr.) están muy bien, es Patricia Clarkson quien entra en la película como un auténtico torbellino, enseñándonos de nuevo que es una magnífica actriz, versátil y camaleónica. Es un filme repleto de elipsis, de giros de guión y toques de humor ácido. Boris Yellnikoff (Larry David) enseña a los niños a jugar al ajedrez, y el juego tiene más importancia de lo que parece a simple vista: cada X minutos entra en escena un nuevo personaje, una nueva pieza, que desmonta todo el tablero y provoca nuevas situaciones.
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Puede que la carrera de Woody Allen esté llena de altibajos, pero siempre es alguien que nos habla, en tono de comedia o de tragedia, de las grandes cuestiones del ser humano: la muerte, el amor, la enfermedad, el azar, las religiones, el modo en que debemos aprovechar cada instante de la vida, etcétera. Nunca falla en ese aspecto. Por eso es un genio, un pensador, encerrado en la piel de un cómico. O viceversa.