Los pasos de Kafka todavía resuenan en la vieja ciudad, cuando la nieve sumerge la vida y la neblina vela la realidad con un hálito angelical, pronta a favorecer la imaginación de las almas ardientes, cuando los transeúntes salen de la nada y en la nada desaparecen, carrusel silencioso de una existencia humana sin pies ni cabeza. La silueta sombría y esbelta de Kafka se recorta al sol de los días hermosos cuando su luminosidad deslumbrante se refracta en las aguas del Moldava, que corren imperiosas, como si entre su oleaje se contara toda la historia, dejando que se depositen en el fondo coronas y tesoros, espadas, armaduras y reliquias.
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