Conté el otro día mi visita al Museo sobre Kafka en Praga. Un lugar sombrío en el que cierran las ventanas y ponen música tenebrosa (con graznidos de cuervo incluidos) y en el que hay un pasillo casi a oscuras y flanqueado por negros ficheros donde constan los nombres de algunos personajes del autor. De vuelta, leo que Carlos Boyero hablaba de ese Museo en su último artículo de Babelia. Cuelgo un fragmento (se puede leer completo: aquí):
Y ese museo está diseñado con conocimiento, mimo y amor, por gente que ha buceado interminablemente en la vida, la personalidad y la literatura del autor de La metamorfosis. La iluminación, el juego de espejos, la música, la visualización en una pantalla del clima, las sensaciones, los personajes, las situaciones, el mundo interior y exterior de Kafka llevan la marca de una puesta en escena tan apasionante como veraz. Posee el tono de lo que debía de ocurrir en el poderoso e insomne cerebro y en el complejo corazón de un hombre cuya visión de las personas y las cosas era tan intransferible como desasosegante, tan enigmática como sombría, el creador de una literatura única, sin peligro de envejecimiento.
Cientos de fotografías, manuscritos, cartas, dibujos, primeras ediciones de sus libros te acompañan en un recorrido del que sales como si te hubieran hipnotizado, en el que están concentradas las esencias vitales que alimentaron una escritura genial. Ves el recorrido que hacía cotidianamente el niño Kafka desde el gueto al palacio Kinsky, los primeros terrores que le inculcó la sirvienta que le acompañaba, la presencia opresiva del padre ("tu figura ocuparía todo el espacio en un mapa del mundo, sólo me dejarías algunos rincones mínimos para poder respirar", asegura Kafka), las reflexiones que hace sobre su trabajo como oficinista (Bartleby y el también oficinista Pessoa le comprenderían demasiado bien), sus relaciones con las mujeres (el gran retratista de la soledad y del desamparo, el hombre con pavor al compromiso sentimental, siempre tuvo novias que le quisieron mogollón y gracias a su afición epistolar con ellas, con Felice, con Milena, con Dora, podemos saber muchas más cosas sobre él), su indiferencia o su desdén existencial a publicar su obra, la duda y la insatisfacción como motor anímico, la última ilusión de un hombre sin ilusiones en irse a vivir a Tel Aviv.