Ayer fue uno de mis mejores días y también uno de los peores. Bebí miel y, luego, hiel. Suelo llorar hacia dentro, empujando las lágrimas al interior para que no me empapen la cara. Ayer lloré hacia dentro, de felicidad: por el apoyo masivo, por el calor, por el tributo en la red, por la gran cantidad de mensajes públicos y privados, llamadas, mails y posts; me sentí abrigado, fuerte, como Espartaco o el profesor John Keating. Ayer lloré hacia dentro, de dolor: palabras difíciles de escuchar al otro lado del teléfono, avisos que se resumen en “familiar” y “hospital”; pero yo ya estaba lleno de energía para afrontarlo, para ayudar a los míos, para resistir. Ayer, cuando me levanté, ignoraba que el trago más amargo estaba por llegar.