jueves, septiembre 03, 2009

Mesas compartidas

En algunos países es costumbre compartir las mesas en los bares y en ciertos restaurantes. Cuando digo compartir me refiero a compartirlas con desconocidos, a sentarse a comer o a beber junto a gente a la que nunca habías visto. La primera vez que a uno le ocurre esto, se sorprende. En un pub de Londres nos sentamos a una de esas mesas altas para las que se necesitan taburetes, y en seguida una pareja de turistas ingleses (no eran de la ciudad) se acomodó en la misma mesa. El hombre quiso entablar conversación conmigo y no le salió muy bien porque me cuesta seguir a quienes me hablan en inglés; y aún me cuesta más hablar con ellos. No me importa compartir mesa con extraños. Lo que me incomoda, tal vez lo señalé hace tiempo, es que me hablen o que se me presenten sólo porque las circunstancias me han reunido con ellos a la misma mesa. Es algo un poco artificial. Además, ya tengo demasiados amigos en Facebook como para necesitar otros nuevos. El sistema de compartir mesa, por otro lado, me parece perfecto. Es una manera ordenada de que todos quepamos en un garito y no te toque estar de pie en una esquina.
Que yo sepa, esto no se da en España o, si se da, no es muy frecuente. El otro día, sin embargo, compartimos una mesa en un restaurante porque estaba hasta los topes y nos lo ofreció la mujer encargada de anotar los pedidos y las reservas y llevar a los comensales a las mesas. Es un restaurante gallego y famoso, sito en Huertas. Siempre está hasta los topes porque reúne dos condiciones que lo han hecho célebre: calidad y precios asequibles. La primera vez que entré, fui con un montón de amigos y nos instalaron en la primera mesa que hay junto a la entrada, a la derecha. Es una tabla redonda, inmensa, donde te da complejo de caballero del Rey Arturo. Caben unas diez personas. Este fin de semana volvimos a comer por allí y, como siempre, el local estaba lleno y con una cola de personas a la puerta, esperando a que hubiera un hueco. Dijimos a la mujer que no teníamos reserva (se reserva un rato antes, en persona; no vale llamar por teléfono con antelación) y preguntó si queríamos compartir mesa porque era la oportunidad para entrar antes. ¿Por qué no?, dijimos.
La mujer nos asignó la misma mesa redonda e inmensa con capacidad para unos diez individuos. De hecho, cuando nos sentamos, ya había allí siete personas. Es una situación curiosa, no muy distinta de la que se da en esos banquetes de boda en los que te sientan a una mesa en la que no conoces a nadie y no sabes qué decir, o te planteas si decir algo. Intenté averiguar los vínculos entre los comensales. Es decir, saber quiénes habían entrado juntos al restaurante y quiénes se acababan de conocer. Era difícil saberlo porque, cuando tomé asiento, la charla era colectiva. Todos hablaban con todos. Luego las cosas se aclararon. A nuestra izquierda había cuatro amigos: dos mujeres y un hombre (los tres españoles, pero no de Madrid) y un tipo asiático. Junto al asiático había una anciana extranjera. Estaba sola y los demás la ayudaron a elegir el menú y le explicaron detalles en nuestro idioma. No sé si ella entendía. Pidió, comió y se fue. Su lugar fue ocupado, unos minutos más tarde, por otra mujer, más joven y española, que también estaba sola. Finalmente, a nuestra derecha y cerrando el círculo, una señora y su hija. Lo más gracioso era cuando a uno de los grupos le servían los platos y a los demás no. Porque notabas las miradas de apetito. Miraban directamente, sin disimulos. En un momento dado unos empezaron a preguntar a otros de dónde eran. No soy muy sociable, así que no conversé con nadie. Me puse a ver el periódico.