A mediados de agosto leímos una noticia sobre un caso relacionado con internet, el anonimato y la privacidad, que podría sentar un precedente. Trataré de resumirlo. Un internauta abrió un blog de manera anónima, sin revelar su identidad en ningún momento, y se dedicó a escribir varios post insultando y difamando a una modelo canadiense, Liskula Cohen, ciudadana de Nueva York. La llamó de todo menos bonita, acusándola de prostituirse, de ser promiscua y mentirosa y de frecuentar discotecas “a su edad” (treinta y siete años). Según dicen, el blog estaba consagrado a difamar a la modelo. Liskula Cohen denunció esos agravios, exigiendo conocer quién se ocultaba tras esa máscara. Una juez de la Corte Suprema de Manhattan ordenó a los responsables de Google que revelaran la identidad del internauta, pues su blog estaba alojado en Blogger (una de las herramientas de Google y, por cierto, la mejor firma de bitácoras que existe). El anónimo era una mujer. Dicha mujer, Rosemary Port, demandó a Google por no respetar su intimidad. Pide quince millones de dólares. El caso se ha convertido en un culebrón.
Es, además, un caso que deben coger con pinzas. Porque nunca están muy claros los límites. ¿Debe prevalecer la intimidad de una persona refugiada en el anonimato o la reputación de alguien a quien se difama públicamente? Yo lo tengo claro: si uno insulta, que al menos dé la cara, que asuma las consecuencias y se atenga a los resultados. Ocultarte tras un pseudónimo o un nick para calumniar a terceros es un acto vil y cobarde. Estamos hartos de comprobarlo en los blogs. Dé usted la cara, insúlteme sin máscaras, y luego hablamos. Conozco a varios bloggers, casi todos poetas y escritores, que tienen que aguantar insultos anónimos a diario sólo porque les da por colgar un poema de su cosecha en su blog, es decir en su espacio, es decir en su territorio, es decir en su casa. O porque hablan bien de un amigo. Y, en principio, no quieren poner trabas a la libertad de expresión, pero acaban hartos de trolls y la mayoría está ya moderando su bitácora para que aquello no se desmande. Me entusiasma internet y adoro sus infinitas posibilidades, pero aceptémoslo: la red también es refugio de chiflados, no sólo de gente creativa. Por cada uno que construye, aparecen veinte que destruyen. Gente envidiosa, tipos aburridos durante su horario de oficina, escritores frustrados, personas fanáticas, poetas que no logran publicar… Pedro Mairal trata el tema en una columna de Perfil.com y da en el clavo cuando escribe que: “Internet es el territorio más fértil que existe para la paranoia y la baja autoestima”. Tuve un profesor del que nos contaron una vez que denunció a un alumno que le insultó en plena calle. Si puedes defender tu honor en la calle, ¿por qué no en la red?
Me gusta lo que dice Enrique Dans (experto en internet y Profesor de Sistemas de Información en IE Business School) en su blog, hablando del caso: “El anonimato es, desde mi punto de vista, un derecho fundamental de las personas y en muchas ocasiones, como en el caso de regímenes políticos de naturaleza opresora o liberticida, una muy buena recomendación. Pero los derechos tienen sus límites, y normalmente esos límites suelen estar donde entran en conflicto con los derechos de otros. Una cosa es usar el anonimato para expresar opiniones, y otra hacerlo para acosar a una persona en concreto y perjudicar su reputación de manera directa (en este caso, la modelo afirma haber perdido contratos de representación de marcas debido a la imagen que este blog estaba proyectando sobre ella)”.