El par de días que estuve en Sanabria, si bien dormí de lujo y sin sobresaltos como he contado, no tuve demasiada suerte. Para empezar, llevé un módem usb de Movistar para conectarme a internet y ver el correo electrónico y enviar los artículos y obtuve cobertura durante sólo diez o quince minutos. Los demás intentos fueron vanos y una pérdida de tiempo, y aún no sé por qué me dio tantos problemas. La primera mañana, el Lago estaba en calma y no había brisa ni viento. No vi bañistas alrededor, lo cual para mí es síntoma del baño ideal. Cinco minutos (o quizá menos) después de plantar la toalla en una roca empezó a hacer frío. Viento y agua revuelta. Demasiado aire fresco para estar en bañador. Ni siquiera fue posible leer. Yo estaba tratando de leer “Gran Hijo Rojo”, un reportaje que publicó David Foster Wallace en la revista Premiere y que aparece incluido en el libro “Hablemos de langostas”. Me estaba divirtiendo mucho con las anécdotas y observaciones de DFW, pues dicho texto analiza el cine pornográfico norteamericano desde la perspectiva de una entrega de premios de esa industria y el autor no deja títere con cabeza porque todo es demasiado kitsch y hortera para el sentido común. Pero tuve que abandonar la lectura y decidimos dar una vuelta en coche por Sanabria.
Fuimos a ver la ermita de Nuestra Señora de La Alcobilla. Por fuera, porque estaba cerrada. No había nadie por allí y pude disfrutar unos minutos de la serenidad y el silencio de la zona. Lo más interesante de ese entorno son los enormes castaños que rodean la iglesia. Cuando digo “enormes” debería decir “descomunales”. Se trata de castaños centenarios. Parecen gigantes encargados de custodiar la ermita. Algunos de ellos están huecos por dentro y en su interior podría caber una persona. Me recordaron a Lewis Carroll y “Alicia en el País de las Maravillas”, y a esos agujeros de árbol por donde Alicia entra a otro mundo en el que las reglas cambian. Pensé, también, en Tim Burton. Estos castaños le encantarían, con esos troncos retorcidos y voluminosos y esas ramas que parecen los brazos de Polifemo. Pasamos con el coche por otros pueblos: San Justo (que precede a La Alcobilla), Coso, San Ciprián, Cerdillo, Trefacio. Me gustó mucho Coso, aunque no paramos el vehículo. Las calles son tan estrechas que no sabíamos dónde dejar el coche. Todos estos pueblos de callejuelas angostas, de casas viejísimas hechas de piedra y tejados de pizarra son alimento para la vista. Al pasar por cada aldea siempre se divisaba a alguna de esas ancianas ataviadas de negro y tan viejas como el siglo, esas mujeres fuertes a las que sólo podrá vencer el tiempo porque ya lo intentaron el hambre, la guerra y la enfermedad, sin conseguirlo.
Por la tarde, un poco antes de anochecer, fuimos hasta Ribadelago Viejo, que yo llevaba muchos años sin visitar. Queríamos ver el homenaje a las 144 personas que perecieron en la inundación del 59. La escultura de una mujer rural y protectora con su hijo en brazos las recuerda, y también los nombres y apellidos de quienes se ahogaron aquella noche de enero de hace cincuenta años, inscritos debajo de la escultura de Ricardo Flecha. Caminamos un poco por el pueblo y vi merodear a los gatos. Mirando hacia el cañón del Tera, intenté imaginar lo que significa oír el rugido de las aguas de la presa rota. Escucharlas en la noche, destrozando a su paso casas, árboles, personas y animales. Escuchar el sonido de la muerte, una muerte terrible, que ahoga en sus brazos a un pueblo y se lleva para siempre a tantas familias. Es demasiado espantoso y muy difícil de imaginar.