A principios de esta semana fui a pasar unos días a Sanabria. Estaba a punto de anochecer al entrar en El Puente y nos quedamos allí a tomar algo. Sentado en una terraza, bebiendo una tónica, al fresco, pude recuperarme por fin de los calores brutales que he sufrido durante el mes de julio y la mitad de agosto en Madrid y Zamora. Los primeros días en mi ciudad dormí bien. Una de las noches, en cambio, me desperté ardiendo de calor. Lo contrario sucede en Sanabria. El martes, mientras nos envolvía la noche, empezó a refrescar. Cenamos unas raciones y, una hora y media después y sentados en otra terraza, lamenté haber dejado la chaqueta dentro del equipaje. A la mañana siguiente desperté tras dormir casi ocho horas de un tirón, sin sobresaltos nocturnos ni el bochorno propio de las ciudades. Necesitaba ya una noche así: aire fresco y ausencia de sonidos en la calle. Orense dista una hora y media, más o menos, en coche, de El Puente. Aquella mañana fuimos a dar una vuelta por allí y a comer, dado que yo nunca había puesto un pie en esa ciudad o, si lo había hecho, no lo recuerdo. Tal vez fuera de niño, pero esos viajes apenas cuentan.
En Orense me dio tiempo a caminar por la parte antigua de la ciudad. Por su casco viejo, que goza de una próspera vida comercial, como me explicaron a medida que paseábamos por sus calles, repletas de tabernas donde sirven ribeiro y albariño y pulpo a la gallega. Esa clase de bares y tascas con solera, junto a las que vi pubs de copas para la gente joven. Mientras me asaba de calor, vi restaurantes, tiendas y cafeterías, además de los bares mencionados. No muy lejos de la Plaza Mayor están las fuentes de As Burgas. Los turistas merodeaban por allí haciéndose fotos y leyendo el cartel con la composición química del agua, que proviene de las termas de los romanos. Unas cuantas mujeres metían las manos y se las lavaban y se mojaban repetidas veces la cara, el cuello y los brazos. Un par de ellas se despojaron de las sandalias y se lavaron los pies. Yo metí un dedo en uno de los chorros de una de esas fuentes. Quemaba. Alguien rellenó una garrafa. Supongo que, tras unas horas en el frigorífico, el agua será muy beneficiosa para la salud y para combatir la sed. Había una pequeña piscina, pero unas vallas impedían el acceso al público. La estaban restaurando. Observé los jardines, bien cuidados, y la Virgen del Carmen metida en un recodo de la pared, y pensé que, a ciertas horas (cuando disminuyera el tráfago de curiosos y viajeros), podría ser un lugar adecuado para la reflexión.
A unos metros de esta zona se encuentra el Mercado de Abastos. Durante el ascenso por las escaleras uno comprueba que es un sitio muy literario. Porque al mercado lo rodean numerosas casetas pequeñas donde los comerciantes venden ramos de flores, plantas, frutas, verduras, pescados, carnes y embutidos, quesos, churros, pan y pasteles. Vi algunos ejemplares de pan redondo, o “de pueblo”, de esos con miga densa y corteza crujiente, que nada tienen que ver con lo que venden en muchas panaderías ahora. Los panes que uno encuentra por ahí parecen estar hechos de aire. En Sanabria compré un pan de los auténticos, que por sí solo podría alimentar a dos familias numerosas. Esas casetas del mercado de Orense, abigarradas y sencillas y funcionales, sugieren varias historias. Allí podrían ambientarse cuentos sobre vendedoras pobres o sobre hombres que se enamoran de la frutera de al lado. Me pregunto si han rodado alguna película en el exterior del Mercado de Abastos. Tendré que mirarlo. Tras una caña y una comida sabrosísima, regresamos a Sanabria.