Ya ha pasado medio verano y no he hecho absolutamente nada. Con esto me refiero no al trabajo, porque sigo construyendo trincheras cada mañana con palabras, sino a viajar. A viajar, a bañarme en la costa, a merodear por el mundo. Y supongo que a muchas personas, por unos u otros motivos (la crisis, la falta de vacaciones, la ausencia de planes), les ha ocurrido lo mismo. El mes de julio ha pasado por delante de nuestras narices sin que nos enteremos. Hace tiempo que decidí enterrar la nostalgia, pero no me nieguen que el verano traía otros perfumes cuando éramos chiquillos y adolescentes. Sí, solía estar condenado en julio y agosto a las galeras de las clases particulares por haber suspendido demasiadas asignaturas en junio, pero iba cada día a la piscina y tanto los lunes como los jueves o los sábados eran larguísimos, trufados de aventuras y de posibilidades. No oculto que ahora las cosas han cambiado: ya no soy capaz de ir a la piscina y pagar una entrada para bañarme rodeado de cientos de personas. Ahora sólo entraría si me dijeran que no hay más de cuatro o cinco bañistas, algo no tan descabellado porque en los primeros tiempos de la piscina de Villaralbo, en Zamora, estábamos prácticamente solos en el agua.
El primer verano que pasé en Madrid me parece recordar que estaba encantado. Había menos gente, más de media ciudad se había ido de vacaciones y no era necesario soportar tantas colas para entrar al cine o ir de compras. Y hoy me cuesta resistirlo. No se trata de la ciudad, sino de la atmósfera. No es sólo el calor que logra que esto parezca un horno, sino el aire. El aire, cuando sales de casa a dar una vuelta, es tan denso y sofocante que cuesta respirar. A ratos es como si uno se ahogara. Todas las mañanas, por muy temprano que sea, me levanto con la camiseta sudada, igual que un futbolista. Me he puesto a pensar en los últimos veranos en Zamora (me refiero a los cinco o seis años inmediatos a venirme a vivir acá) y tampoco me fascinaba estar allí. Porque, aunque el calor aprieta un poco menos o no es tan terrible porque le falta la polución madrileña, no había mucho que hacer salvo irse a leer a un parque por las tardes, pasear un rato y sentarse en alguna terraza al anochecer. En el fondo me aburría. En Zamora soñaba con pasar los veranos en otro sitio. Ahora que estoy en otro lugar quiero ir unos días a Zamora. O a Sanabria, a Ibiza, a Gijón, a Barcelona… A cualquier otro sitio. Esto significa que el hombre nunca está conforme y lo explican con precisión en “Rant. La vida de un asesino”, novela de Chuck Palahniuk que acabo de leer, donde un personaje dice: “La razón principal de que la gente se marche de una ciudad de provincias es que así pueden soñar con la idea de regresar. Y la razón de que se queden en el mismo sitio es que así pueden soñar con largarse”.
Lo que quiero ahora es lo que he querido siempre: estar en algún rincón desde donde pueda ver el agua cada mañana. Como el año pasado en Ibiza, buscando refugio en calas más o menos desérticas (hasta que uno plantaba la toalla en una roca y diez minutos después le imitaba media playa: la gente tiene miedo de estar sola, de ahí las manadas y las muchedumbres). Creo que fue viendo “Antes que anochezca” cuando me di cuenta de lo que podría ser el verano ideal. Hay una escena en la que el protagonista vive y escribe cada día en la terraza de una casa, al aire libre, mientras contempla el mar. El verano debe llevar implícito el rumor de las aguas, no me cansaré de decirlo: ríos, mares, lagos, incluso piscinas. Queda poco para salir unos días de veraneo fuera de Madrid. Y, cuando me haya ido, querré volver.