Hay un diálogo en la magistral serie norteamericana “The Wire” que resume su esencia. Dos policías de la secreta están sentados en un coche, vigilando a los camellos de Baltimore. Dos bandas rivales empiezan una pelea. Los amos de la zona salen con bates de béisbol y golpean a los intrusos. Carver, el policía negro, pregunta a Herc, el policía blanco: “¿Sabes por qué nunca ganaremos esta guerra?”, y Herc dice: “¿Por qué?”, y Carver responde: “Cuando ellos lo hacen mal, les dan una paliza. Cuando nosotros lo hacemos mal, nos dan pensiones”. Este diálogo, como digo, resume el espíritu de una serie de la que acabo de ver la primera temporada, semanas después de recomendármela unas cuantas personas con buen criterio. Y lo resume porque “The Wire”, que significa literalmente “El cable” o “El alambre” y es el término que utilizan para las escuchas telefónicas, analiza lo arduo que es el trabajo policial. Cuando se acercan a la corrupción política, los superiores tratan de apartar a sus chicos del caso. En la primera temporada hay un episodio escrito por el novelista George Pelecanos. En posteriores temporadas hay capítulos escritos por gente competente en la novela policíaca como Dennis Lehane o Richard Price. El creador es David Simon, un tipo que trabajó durante años como periodista y se pateó las calles. Como pregonaban en un reciente reportaje de El País Semanal, una de las claves de Simon es el realismo. Mucho de lo que cuenta lo ha vivido o se lo han contado polis y camellos.
“The Wire” comienza con la obsesión malsana del detective Jim McNulty (Dominic West) por atrapar al capo Avon Barksdale (Wood Harris) y a Stringer Bell (Idris Elba), su mano derecha y el cerebro de varias operaciones que incluyen tráfico de droga, blanqueo de dinero, asesinatos y tapaderas de un montón de negocios. McNulty está tan volcado en su trabajo y en su búsqueda que llega a tomar decisiones inmorales, como la de pedir a sus hijos, dos críos, que sigan por un mercado a uno de los traficantes. Del detective protagonista dice un personaje: “Ese tipo lleva metido el trabajo en el estómago como un cáncer”. La serie nos muestra el día a día de un equipo de agentes secretos. Cómo tratan de lograr permisos para poner escuchas en los teléfonos públicos. Cómo vigilan a los “dealers” desde las azoteas y les hacen fotos. Cómo manipulan a los detenidos para que canten. Cómo manejan a los soplones para que sigan dándoles información. Cómo se las ingenian para sortear las trabas judiciales y políticas que les impiden resolver los casos de una forma más rápida.
Resulta muy interesante la relación de poder que vemos en la jerarquía de mandos. Si McNulty va a ver a un juez para que le consiga permisos de escucha, el juez se lo cuenta a los superiores del poli, y éstos van abroncando a quienes están en el escalón inferior, de modo que cuando el chaparrón alcanza a McNulty llega cargado, porque, como dice uno de los polis, “la mierda siempre cae hacia abajo”. Muchos críticos han señalado que es la mejor serie de la historia porque muestra “la vida social, política y económica de una ciudad americana con la amplitud, la precisión observadora y la visión moral de la mejor literatura” (extraído de EPS). En “The Wire” me caen mejor los personajes negros que los blancos. De los blancos tal vez sólo se salva el protagonista, a pesar de sus numerosos defectos. Entre los negros, destaco la tensión interpretativa del teniente Daniels (Lance Reddick), la sabiduría de Freamon (Clarke Peters) y el magnetismo de Stringer (Idris Elba). Después del verano seguiré viendo las otras temporadas. Me ha enganchado. Es una serie grandiosa.