Empiezo a plantearme qué hacer con los libros de mi biblioteca. Son demasiados para el espacio del que dispongo. Creo que antes no me lo había planteado y antaño me dolía ver cómo algunos amigos escritores subastaban parte de su biblioteca o regalaban la mitad de sus ejemplares o los ponían a la venta en internet. La posibilidad de deshacerme de algunos de ellos aún me duele. Y de momento no lo voy a hacer. No puedo. No me veo capaz. En Madrid, algunos periodistas, críticos literarios y reseñistas, cuando reciben las novedades de las editoriales, cogen el paquete y lo llevan a La Tarde Libros, sita en el pasaje de Montera, y allí venden los libros. Y se sacan un sobresueldo, aunque sea poco dinero. Eso no puedo hacerlo. De hecho, cuando tengo algún libro repetido porque alguien me regala un título que ya tenía o porque una editorial me ha enviado una obra que yo acababa de comprar, no voy a venderlo. Prefiero regalárselo a alguien. E incluso estudio con calma a qué personas les regalaré tales libros. Tienen que amar la literatura. Tienen que ser de esa clase de lectores a quienes emociona recibir un libro, de esa clase de gente que sonreirá al recibirlo y lo tratará como se merece, aunque nunca lo lean porque no es de su interés o porque acabarán aplazando su lectura durante años y años. Lo digo porque también hay personas a las que les regalas libros y se encogen de hombros o te preguntan para qué los quieren.
A veces me quedo los ejemplares repetidos, en lugar de regalarlos. Así tengo dos ediciones distintas. Por ejemplo: compré “Gomorra” en bolsillo y más tarde me regalaron la edición grande, la primera que salió al mercado. Me quedé el primero porque era el ejemplar que había leído y, por tanto, esa circunstancia me unía a sus páginas; y me quedé el segundo porque tiene una portada distinta y las cubiertas más duras y, en general, luce más que el otro. Me ocurrió también con “La carretera”, pero al revés. Compré la primera edición y luego recibí la edición de bolsillo y no fui capaz de desprenderme de él porque quiero releerlo y tal vez lo haga durante algún viaje y esa edición ocupa muy poco sitio en la maleta.
Francisco Umbral siempre contaba con regocijo que solía arrojar a su piscina los libros que no le gustaban o los libros de sus enemigos. No sé cuánto hay de leyenda en esta anécdota, aunque supongo que sería cierta, dadas las veces que la contó. En cualquier caso, yo no arrojaría jamás un libro al agua, aunque fuera de un enemigo o de un tipo que me cae mal; bueno, lo admito: si me regalaran algún libro de Aznar, lo tiraría a la basura, pero no al agua. Aunque no tengo piscina, ni siquiera lo tiraría al río. En mi biblioteca hay libros que sé que jamás voy a leer, aunque no se debe decir “de esta agua no beberé”. Libros que llegaron a mis manos casi podría decir que por accidente. El típico lote de regalo en el que cuelan alguna bazofia. El ejemplar que me regala algún autor que, con el tiempo, se convierte en enemigo. Ni siquiera de esos libros quiero desprenderme. Y estos días le doy vueltas al tema porque veo que el papel se come el espacio de la casa. Los libros van conquistando territorio y los metros se acaban. Cada cierto tiempo recoloco los ejemplares. Les hago hueco como puedo a los recién llegados. De momento me las arreglo, pero el otro día me pregunté: “¿Qué pasará dentro de unos pocos años?”, y supe que, una de dos, o con el tiempo me compro un almacén para meterlos o tendré que empezar a regalarlos. Y luego existe otra cuestión: ¿Cómo voy a regalarle a alguien un libro que no me gustó? Tampoco me veo capaz. Lo decía Millás: “Todo son preguntas”.