Una de estas tardes de verano, soporíferas e infernales, estábamos en la barra de un bar y un amigo me preguntó si había visto “Déjame entrar”, la película de vampiros que no es estrictamente una película de vampiros y que tanto ha gustado al público. Le respondí que sí. Y luego le conté que, debido al éxito de la cinta en Europa, en Estados Unidos ya habían hecho los carteles del remake sin ni siquiera haberse puesto aún a rodar. El director previsto, en principio, es Matt Reeves, que hizo un buen trabajo en “Cloverfield (Monstruoso)”. A mi colega aquello le molestó. Me preguntó por qué los norteamericanos siempre estaban con lo mismo: rehacer películas que estaban bien, marear la perdiz. Le conté algo que no sabe mucha gente: que esos remakes son una manera de proteger y potenciar su cine, el de Estados Unidos.
Allí no suelen doblar las películas. El cine extranjero que se estrena suele llevar subtítulos (y ya sabemos el odio que despierta en el público el hecho de tener que leer durante la proyección) y poca gente lo ve. Es para minorías. Salvo alguna excepción, sobre todo si la película está rodada en español porque un alto porcentaje del público de ciudades como Nueva York es hispanohablante. Entonces hace algo de taquilla. Es el caso de las películas de Pedro Almodóvar. De esa manera, protegen siempre a su cine, a su industria. El espectador, demasiado vago para ver filmes en los que le toca leer los subtítulos de las películas alemanas o francesas, opta por ir sólo a ver cine rodado en inglés: sean películas de producción norteamericana o de Gran Bretaña. Y por ello sólo consume en masa sus propios largometrajes y los de los británicos. Por eso una película como “Trainspotting” funcionó en EE.UU.: además de ser buena, hablaban en inglés, aunque fuera con una jerga tal vez difícil de entender para el americano medio. Cuando los distribuidores saben que tienen algún éxito extranjero entre manos (uno de esos argumentos que, bien rodados, acaban llevando al público en manada a los cines), se plantean qué hacer con él. Exhibir “Déjame entrar” en sueco, con subtítulos y con un reparto desconocido no reporta allí los mismos beneficios que una producción yanqui. El fin de semana de su estreno la pasaron en USA en cuatro salas. Luego fueron incorporándola a más pantallas y se ha convertido en un éxito modesto. Pero Hollywood necesita reventar las taquillas. Llegar al número uno del top. Por eso hacen remakes como el de “Funny Games”. Tenía el mismo director de la original y estaba rodada y montada plano a plano igual que su predecesora, pero los protagonistas hablaban en inglés y sus rostros eran conocidos para el público.
En Francia, por ejemplo, en cada cine la cartelera siempre está dominada por filmes de nacionalidad francesa. Aunque doblen las películas de otros países, lo cierto es que los exhibidores, que yo sepa, están obligados a pasar más de un estreno francés por cada estreno extranjero. Eso sin contar con las ayudas a la creación. En España, en cambio, lo tenemos todo en contra. Se doblan las películas, hay una corriente de odio al cine español, se subvenciona siempre a los mismos y, no lo olvido, hay un afán que no cesa por rodar guiones cuyos argumentos transcurren en la guerra civil o en la postguerra, de tal manera que se tienden a ofrecer a un espectador que ronda los veinte y los treinta años los mismos argumentos que les vendían al público de los años setenta y ochenta. Podremos criticar los remakes yanquis, casi siempre innecesarios, pero sus artífices saben lo que hacen: usan las cartas de la baraja de otros países, las convierten en suyas y generan su propio dinero. Barren para casa.