Invitado de rebote a una boda. Tenemos que subir al coche y viajar por Extremadura. En concreto, cerca de Plasencia. Es sábado y estoy en el Valle del Jerte, al que no recuerdo haber venido antes. Esta región es famosa, sobre todo, por las cerezas y las picotas. En un folleto leo algo sobre las propiedades de la cerezoterapia. La boda se celebrará en el sitio en el que estamos, por eso nos hemos alojado aquí. Es un hotel balneario, pero no podré aprovechar sus rutas y tratamientos. No hay tiempo. Bajamos a la terraza del jardín, a comer algo rápido y barato. Me pido un bocadillo de jamón serrano con tomate, que en este tiempo de bochorno se agradece mucho. Nos sentamos a la sombra. No hay ruidos, que es lo que a mí más me importa. Salvo el rumor de las charlas de quienes pueblan otras mesas mientras comen. Es un sitio tranquilo, la clase de lugar que necesito en verano. Es una lástima que sólo vaya a pasar unas horas aquí. Sentado en una terraza del Valle del Jerte, observando las laderas verdes, las casas de un pueblecito que se divisa a lo lejos, el cielo claro y el agua de las fuentes y del pequeño estanque. Un paisaje de lujo. Un rincón para escaparse unos días y relajar el cuerpo y la mente. El domingo, sin embargo, debemos regresar a Madrid.
No todo podía ser perfecto: nuestra habitación es la defectuosa. La tarjeta con la que se abre la puerta está medio estropeada, y uno tiene que pasarse unos minutos moviéndola de arriba abajo hasta que aparece la luz verde y se puede mover la manija y entrar. Dichos movimientos logran que yo parezca un tipo que está forzando la cerradura con una tarjeta de crédito. Cuando llego a la ducha, no funciona. En algún punto se corta la circulación del agua y apenas sale un chorro débil, un hilillo fino con el que uno no podría ni quitarse las legañas, si las tuviera. Es como una paradoja: en un lugar en el que el agua es el centro y origen de todo, gracias a las fuentes, el spa, la piscina, el jacuzzi y otros servicios, la ducha no funciona. Desde las ventanas del cuarto se obtienen las mismas vistas que desde la terraza antes mencionada. El valle verde, las casitas a lo lejos y la gente llegando en coches y sacando de los maleteros algún bolso y los trajes de hombre para la ceremonia.
Por los pasillos del hotel, si exceptuamos a quienes vienen con el traje al hombro, sólo van personas envueltas en albornoz. Van o vienen para calmar sus cuerpos en las aguas y siento un poco de envidia. No me disgustaría meterme un rato allí y dejar que las burbujas me masajeen los riñones y la espalda. Hace un calor espantoso y tengo que ponerme un traje. Con la corbata y demás. Siempre me ocurre igual. Después de vestirme de etiqueta, cuando me miro al espejo pienso: “¿Quién demonios es ese tipo?” No me reconozco. Nunca me siento cómodo. Lo mío es el sport. Es la primera vez en mi vida que me hecho el nudo de la corbata. Sí, sí, ya sé que es patético y lamentable. Por lo general me echa un cable algún amigo, algún familiar. En esta ocasión no tenía a nadie a mano, así que me tocó entrar en YouTube y ver un vídeo donde mostraban cómo hacerse el nudo de la corbata en cuatro pasos. Menos mal que en YouTube siempre cuelgan documentos de esta clase. Nos viene de perlas a los torpes. Al salir al exterior, y pese a permanecer en la sombra, noto cómo empiezo a cocerme. Con este calor de julio la clave no es meterse dentro de un traje. Compadezco a quienes, en medio de este bochorno, tienen que ir a trabajar de esta guisa. Un par de autobuses están aparcados junto al hotel. Sus conductores esperan a los invitados. Para llevarnos al pueblo donde se celebra la misa. Un detallazo de los novios.