sábado, julio 11, 2009

La perspectiva

Me siento un rato ante el televisor. Descubro que ya no me parece tan grande como cuando lo compramos. Suele ocurrir. La anterior televisión me pareció diminuta después de un tiempo, pero un poco más grande que la que tuve en la casa de Zamora. Vas al piso de algún amigo y te enseña la tele recién comprada. Mira, tiene tantas pulgadas, hace esto y lo otro. Oye, pues está muy bien, te felicito por la compra. A la segunda o tercera vez que vas allí, a su casa, no se te antoja tan enorme como habías creído. Estudio mi móvil. Ahora mismo me parece un poco mamotreto. Y creo que incluso alguien me lo ha dicho alguna vez: “Tu teléfono móvil es gigante”, pero no es mucho mayor que un paquete de tabaco. A veces abro el cajón adonde destino objetos inservibles pero de los que no puedo desprenderme porque les he cogido cariño y veo mis viejos móviles: esos sí que eran grandes de verdad, no como paquetes, sino como cartones de tabaco. Cojo uno de ellos. El condenado aparato pesa igual que un ladrillo. Quizá más. Me preguntó cómo fui capaz de llevar eso en el bolso de los vaqueros y de ponérmelo en la oreja mientras iba por la calle.
Es raro el modo en que nos hacen cambiar. La primera vez que vi a alguien hablar por teléfono en el exterior (en la vida real, quiero decir, no en la tele) fue a mi madre, es posible que ya lo haya contado. Caminábamos por San Torcuato, me parece, y la llamaron por teléfono. Lo sacó, se lo puso en la oreja y empezó a hablar. Eso yo sólo lo había visto en las películas y me parecía cosa de yuppies de Wall Street, así que la abronqué. Creí que me estaba poniendo en ridículo. Pero hágase cargo, hombre: entonces faltaban uno o dos años para que el móvil se pusiera de moda y muy pocas personas lo tenían, y menos aún se atrevían a utilizarlo en la calle. Hoy no. Hoy es distinto. Lo raro es ver a alguien caminando sin un teléfono pegado a la oreja o con los ojos puestos en la pantalla mientras teclea un mensaje. Yo mismo. Cuando paseo solo por las ciudades, procuro llamar a alguien porque a veces me aburro. Paso demasiadas horas encerrado, dándole vueltas al coco, entre letras, como para salir al exterior y seguir reflexionando. Uno también necesita hablar con la gente. ¿Y qué me dicen de los ratones de los ordenadores? Te compras uno, el más chiquito del mercado. Pasan unos pocos meses, llega un colega a casa, lo ve y te suelta: “¿De dónde has sacado eso? En vez de un ratón, parece una rata”. Y te quedas con cara de palo y preguntas: “¿Ya los fabrican más pequeños?” Pues sí, pero no te habías enterado. Los ratones son más diminutos, las alfombrillas son más estrechas, el pc en sí es cada vez más enano, pero la pantalla no; eso no, amigo. Las pantallas son gigantes. Hay un contraste brutal entre los portátiles y los computadores de mesa. Vas a Fnac, echas un vistazo a las novedades informáticas y flipas. Para ver algunos de los nuevos portátiles hay que utilizar lupa. Para ver bien los monitores de los ordenatas de mesa hay que apartarse unos metros. Así que uno, por ejemplo, trabajando en casa, debe alejarse de la pantalla para no perder vista. Pero luego, cuando se va de viaje, si lleva en la maleta uno de esos portátiles liliputienses, tiene que pegar la nariz al teclado para distinguir las letras.
Son cosas de las modas, de la publicidad, de los fabricantes de los productos que consumimos. Manufacturan pantallas de ordenador y televisiones cada vez más grandes, mientras que, con los móviles y los ratones de los ordenadores ocurre al contrario, que cada semana los hacen más canijos. Y perdemos la perspectiva, y en el fondo hacen de nosotros lo que quieren. Nos acostumbran a sus dictados.