Todos tenemos obsesiones temporales. Durante un tiempo nos da, es un ejemplo, por las máquinas tragaperras y nos pasamos el día jugando partidas; éste, por fortuna, nunca fue mi caso. O nos da por The Doors y nos compramos cualquier producto relacionado con la banda y nos aprendemos la letra de las canciones y nos vemos los vídeos y escuchamos cientos de veces cada disco; éste, por fortuna, fue alguna vez mi caso. La semana pasada, leyendo “El buscavidas”, de Walter Tevis, que adaptó al cine Robert Rossen con Paul Newman de protagonista, volví a disfrutar del billar, aunque sólo fuera a través de las breves descripciones que hace el autor de este juego. La historia de “El buscavidas” está ambientada en salones de billar, en cafeterías de estaciones y en tugurios donde el personal apuesta unos dólares y les parte los pulgares a los tipos que van de listos e intentan timar al contrario.
Y digo que volví a disfrutar del billar porque hubo un tiempo en que estuve obsesionado por este juego. No sé cómo empezó: no sé si fue gracias al estreno de “El color del dinero” o a que, entonces, también vi en vídeo o en televisión su predecesora, la citada “El buscavidas”. O quizá fuera por el billar que instalaron mis padres junto al bar de La Marina, en Zamora, que a veces menciono en este espacio. El bar era pequeño. Casi era más grande la mesa de billar que el local, así que se hizo lo único que se podía haber hecho: poner la mesa fuera, junto a la puerta, bajo techo, en esa especie de soportal que ahora, me parece, está en desuso. Los tacos y las tizas se guardaban dentro. Jugué mucho al billar, entonces. A mí y a tres o cuatro colegas nos gustaba emular a Eddie Felson (el personaje de Newman en ambas películas); es decir, que tratábamos de hacer sus jugadas con el taco de billar. Por supuesto, sin lograrlo jamás. Lo de Felson era un arte, como se ve en los dos filmes y en las dos novelas en las que se inspiraron. Nos dio por ahí, sin conseguir buenos resultados. Aunque perfeccionamos nuestros tiros. Numerosas tardes teníamos los dedos manchados de tiza azul. Cuando la gente dejaba de jugar a este billar y se emborrachaba, no era raro que colocaran las copas al borde de la mesa. Y luego alguien tiraba esas copas sin querer y el tapete verde iba acumulando manchas de alcohol y refresco, como si fueran las medallas conseguidas tras una guerra. Walter Tevis, en algún pasaje del primer libro, describe el agradable sonido de las bolas al chocar entre sí y el ruido que hacen cuando Felson las emboca en las troneras. Aquel sonido, en esa época de la que hablo, era la gloria. Aunque no siempre: yo cometía a menudo la inutilidad de meter la bola blanca en las troneras, que es lo que no debe hacerse. En los libros y en las películas citadas juegan en ocasiones a “bola nueve”, que consiste en utilizar sólo las nueve primeras bolas, si mal no recuerdo. También imitamos esa variante del juego.
Pero una mañana nos levantamos, fuimos al bar y la mesa había desaparecido. La habían robado. De madrugada. Se necesitan, creo yo, al menos dos personas para levantarla y puede que más para moverla y llevarla hasta una furgoneta o un camión. Hubiera pagado por ver la escena. También lo hubiera hecho si algún testigo pudiera contarme la historia. O si me la desvelara uno de los protagonistas, de los ladrones. Porque tuvo que ser digna de una comedia. En mi casa, claro, el robo no hizo ninguna gracia. Pienso en aquella mesa de billar, que tantos buenos ratos nos proporcionó, e imagino a cuatro personas, de noche, levantándola y acarreándola hasta el furgón o la furgoneta o donde quiera que se la llevaran.